La liturgia de la fiesta de hoy
nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que
entrará en su templo el Señor a quien buscáis..., he aquí que viene». De hecho
estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su
templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que
constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza
con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo.
El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es,
por así decirlo; la razón de su existencia.
Y he aquí que entra. Llevado por
las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las
exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños
israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en
contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus
absconditus: Dios escondido» (cf. Is 45, 15). Oculto en su carne humana.
nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley
del rescate, como su Madre a la de la purificación.
Aunque todo parezca indicar que
nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El
anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y
pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora,
Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han
visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz
para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32; cf. Is 2, 2-5; 25, 7).
Estas palabras son la síntesis
de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no
habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de
la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del
Nuevo.
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