“La
sociedad y el Estado deben asegurar unos niveles salariales adecuados al
mantenimiento del trabajador y de su familia, incluso con una cierta capacidad
de ahorro. Esto requiere esfuerzos para dar a los trabajadores conocimientos y
aptitudes cada vez más amplios, capacitándolos así para un trabajo más
cualificado y productivo; pero requiere también una asidua vigilancia y las
convenientes medidas legislativas para acabar con fenómenos vergonzosos de explotación,
sobre todo en perjuicio de los trabajadores más débiles, inmigrados o
marginales. En este sector es decisivo el papal de los sindicatos que contratan
los mínimos salarios y las condiciones de trabajo.
En
fin, hay que garantizar el respeto por horarios «humanos» de trabajo y de
descanso, y el derecho a expresar la propia personalidad en el lugar de
trabajo, sin ser conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la
propia dignidad. Hay que mencionar aquí de nuevo el papel de los sindicatos no sólo
como instrumentos de negociación, sino también como «lugares»
donde se expresa la personalidad de los trabajadores: sus servicios contribuyen
al desarrollo de una auténtica cultura del trabajo y ayudan a participar de
manera plenamente humana en la vida de la empresa.
Para
conseguir estos fines el Estado debe participar directa o indirectamente.
Indirectamente y según el principio de subsidiariedad,
creando las condiciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica,
encausada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y de fuentes
de riqueza. Directamente y según el principio
de solidaridad, poniendo en defensa de los más débiles, algunos límites a
la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando
en todo caso un mínimo vital al trabajador en paro. (Centesimusannus, n.15)
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