Han pasado 83 años de las apariciones de
Nuestra Señora. Y Juan Pablo II, el papa de Fátima, llegaba como peregrino a
Cova de Iria cuando el Año Jubilar estaba en su ecuador. Iba a beatificar a
Francisco y Jacinta. E iba, como dijo en la homilía, a «celebrar, una vez más,
la bondad que el Señor tuvo conmigo cuando, herido gravemente aquel 13 de mayo
de 1981, fui salvado de la muerte».
Allí estaba, como testigo de excepción, la
hermana Lucía, con sus 93 años, y estaba María Emilia Santos, en quien se obró
el milagro que hizo posible la beatificación: enferma de tuberculosis de los
huesos, vivió paralizada durante veintidós años, hasta su curación, por
intercesión de Francisco y Jacinta, el 20 de febrero de 1989. Una curación que,
según declaró el equipo de consultores médicos, el 28 de enero de 1999, fue
«rápida, completa, duradera y científicamente inexplicable». En presencia del
presidente de la República y altos cargos civiles, nueve cardenales, cientos de
obispos, 1.200 sacerdotes y casi un millón de fieles, el papa habló de los
nuevos beatos en la homilía de la beatificación el 13 de mayo de 2000:
«Lo que más impresionaba y absorbía al Beato
Francisco era Dios en esa luz inmensa que había penetrado en lo más íntimo de los tres. Además sólo a él
Dios se dio a conocer «muy triste», como decía. Una noche, su padre lo oyó
sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en
Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él».
Vive movido por el único deseo -que expresa muy bien el modo de pensar de los
niños- de «consolar y dar alegría a Jesús».
En su vida se produce una
transformación que podríamos llamar radical; una transformación ciertamente no
común en los niños de su edad. Se entrega a una vida espiritual intensa, que se
traduce en una oración asidua y ferviente y llega a una verdadera forma de
unión mística con el Señor. Esto mismo lo lleva a una progresiva purificación del
espíritu, a través de la renuncia a los propios gustos e incluso a los juegos
inocentes de los niños.
Soportó los grandes sufrimientos de la
enfermedad que lo llevó a la muerte, sin quejarse nunca. Todo le parecía poco
para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. En el pequeño
Francisco era grande el deseo de reparar las ofensas de los pecadores,
esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. Y Jacinta, su
hermana, casi dos años menor que él, vivía animada por los mismos sentimientos.
La pequeña Jacinta sintió y vivió como
suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por
los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la
enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a
su casa, como cuenta la pequeña: Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy
pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó
si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí».
Y, al acercarse el momento de la muerte de
Francisco, Jacinta le recomienda: Da muchos saludos de mi parte a Nuestro Señor
y a Nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran
con tal de convertir a los pecadores». Jacinta se había quedado tan
impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio,
que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar
a los pecadores.
Jacinta bien podía exclamar con San Pablo.
Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en
mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que
es la Iglesia» (Col 1, 24).
Expreso mi gratitud a la Beata Jacinta por
los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a quien había visto
en gran sufrimiento.
«Yo te bendigo, Padre, porque has revelado estas verdades a los
pequeños». La alabanza de Jesús reviste hoy la forma solemne de la
beatificación de los pastorcitos Francisco y Jacinta. Con este rito, la Iglesia
quiere poner en el candelero estas dos velas que Dios encendió para iluminar a
la humanidad en sus horas sombrías e inquietas.» (Homilíadel Papa Juan Pablo H en Fátima, 13 de mayo de 2000. )
En «Videntes de Fátima-, 2, abril-junio 2000, págs. 6-7)
José Martinez Puche O.P.
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