47.
La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico « convencer en lo
referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla en esta condición
una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado
de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo
que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón ».184 En
nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la
pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la
Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.185 Anteriormente
el Papa Pío XII había afirmado que « el pecado de nuestro siglo es la pérdida
del sentido del pecado » 186 y
esta pérdida está acompañada por la « pérdida del sentido de Dios ». En la
citada Exhortación leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del
hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la
que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar
que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores
humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero
sentido del pecado
».187 La
Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no
disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se
atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta
rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del
Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las
exhortaciones del Apóstol: « No extingáis el Espíritu », « no
entristezcáis al Espíritu Santo ».188 Pero
la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran
fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el
Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en
las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas
formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria
para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso
pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su
misión de Paráclito, cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al
pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido
estos tres ámbitos del « convencer » como
componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio.
Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que
en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de
la impiedad.189 Por
un lado, como se expresa San Agustín, existe el « amor de uno mismo hasta el
desprecio de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta el desprecio
de uno mismo ».190 La
Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia
de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia
humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los
mandamientos de Dios « hasta el desprecio de Dios », sino que, por el
contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el
Espíritu que da la vida.
Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado »
por el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a « la
justicia y al juicio ». El Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las
conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez
hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en
la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que « convencidos en
lo referente al pecado » se convierten bajo la acción del Paráclito, son
conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del « juicio »: de aquel « juicio
» mediante el cual « el Príncipe de este mundo está juzgado ».191 La
conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la
ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto
del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son
conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del « juicio » e introducidos
en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la « recibe »
del Padre,192 como
un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la
Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la
purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la
justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a
él en la verdad y en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y
del Hijo, que « convence al mundo en lo referente al pecado » se manifiesta y
se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.
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