El Evangelio nos da la
ley de la caridad, muy bien definida por las palabras y ejemplos constantes de
Cristo, el buen Samaritano. Él nos pide que amemos a Dios y a todos nuestros
hermanos, sobre todo los más necesitados. La caridad, en verdad, nos purifica
de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos
y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda
la humanidad. La caridad es exigente pero confortadora, porque es el
cumplimento de nuestra vocación cristiana fundamental y nos hace participar en
el Amor del Señor.
Nuestra
época, como todas, es la de la caridad. Ciertamente, las ocasiones para vivir
esta caridad no faltan. Cada día, los medios de comunicación social embargan
nuestros ojos y nuestro corazón, haciéndonos comprender las llamadas
angustiosas y urgentes de millones de hermanos nuestros menos afortunados,
perjudicados por algún desastre, natural o de origen humano; son hermanos que
están hambrientos, heridos en su cuerpo o en su espíritu, enfermos,
desposeídos, refugiados, marginados, desprovistos de toda ayuda; ellos levantan
los brazos hacia nosotros, cristianos, que queremos vivir el Evangelio y el
grande y único mandamiento del Amor.
Informados
lo estamos. Pero, ¿nos sentimos implicados? ¿Cómo podemos, desde nuestro
periódico o nuestra pantalla de televisión, ser espectadores fríos y
tranquilos, hacer juicios de valor sobre los acontecimientos, sin ni siquiera
salir de nuestro bienestar? ¿Podemos rechazar el ser importunados, preocupados,
molestados, atropellados por esos millones de seres humanos que son también
hermanos y hermanas nuestros, criaturas de Dios como nosotros y llamados a la
vida eterna? ¿Cómo se puede permanecer impasible ante esos niños de mirada
desesperada y de cuerpo esquelético? ¿Puede nuestra conciencia de cristianos
permanecer indiferente ante ese mundo de sufrimiento? ¿Tiene algo que decirnos
todavía la parábola del buen Samaritano?
No hay comentarios:
Publicar un comentario