(Wikipedia: San Nicolás de Tolentino considerado protector de las ánimas del Purgatorio)
1. Como hemos visto en las dos catequesis
anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre
se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza
eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de
apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza
plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la
doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar
algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque
no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede
acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo
Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia,
también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que
entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo,
los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional,
como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21,
17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de
las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la
alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt
6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el
testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone
evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y
definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la
purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de
la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya
obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa.
Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará
a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar un estado de integridad
perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona.
Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que
evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad
al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura
del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también
por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus
sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus
culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la
visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el
pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser
purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza
divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como
el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la
expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una
configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario
celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26,
especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de
propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por
nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste
con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para
quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el
deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que
Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la
exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt
5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e
irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de
nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra
parte, estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del
espíritu» (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con
Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al
mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y
precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio.
Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de
la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que
los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de
Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio
ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de
purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de
purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de
la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La
enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada
por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora,
es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así,
terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb
9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y
no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las
tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt
22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último
aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de
relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en
la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya
gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este
mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica,
n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes
están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la
muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma
solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad
de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo
esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes
ya gozan de la bienaventuranza eterna.
(Juan Pablo II Audiencia General 4 de agosto 1999)