En conmemoración de la ordenación
sacerdotal de Karol Wojtyla, el lro de noviembre de 1946, he seleccionado un
apartado de su primer carta a los sacerdotes, titulado Dispensador y
testigo:
“La vida sacerdotal está construida sobre la base
del sacramento del Orden, que imprime en nuestra alma el signo de un carácter
indeleble. Este signo, marcado en lo más profundo de nuestro ser humano, tiene
su dinámica “personal”. La personalidad sacerdotal debe ser para los demás un
claro y límpido signo a la vez que una indicación. Es ésta la primera condición
de nuestro servicio pastoral. Los hombres, de entre los cuales hemos sido
elegidos y para los cuales somos constituidos (25), quieren sobre todo ver en
nosotros tal signo e indicación, y tienen derecho a ello. Podrá parecernos tal
vez que no lo quieran, o que deseen que seamos en todo “como ellos”; a veces
parece incluso que nos lo exigen. Es aquí necesario poseer un profundo sentido
de fe y el don del discernimiento. De hecho, es muy fácil dejarse guiar por las
apariencias y ser víctima de una ilusión en lo fundamental. Los que piden la
laicizacion de la vida sacerdotal y aplauden sus diversas
manifestaciones, nos abandonarán sin duda cuando sucumbamos a la tentación.
Entonces dejaremos de ser necesarios y populares. Nuestra época está
caracterizada por varias formas de “manipulación” del hombre, pero no podemos
ceder a ninguna de ellas (26) . En definitiva, resultará siempre necesario a
los hombres únicamente el sacerdote que es consciente del sentido pleno de su
sacerdocio: el sacerdote que cree profundamente, que manifiesta con valentía su
fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve, que pone
en práctica en su vida el programa de las Bienaventuranzas, que sabe amar
desinteresadamente, que está cerca de todos y especialmente de los más
necesitados.
Nuestra actividad pastoral exige que estemos cerca
de los hombres y de sus problemas, tanto personales y familiares como sociales,
pero exige también que estemos cerca de estos problemas “como sacerdotes”. Sólo
entonces, en el ámbito de todos esos problemas, somos nosotros mismos. Si, por
lo tanto, servimos verdaderamente a estos problemas humanos, a veces muy
difíciles, entonces conservamos nuestra identidad y somos de veras fieles a
nuestra vocación. Debemos buscar con gran perspicacia, junto con todos los
hombres, la verdad y la justicia, cuya dimensión verdadera y definitiva sólo la
podemos encontrar en el Evangelio, más aun, en Cristo mismo. Nuestra tarea es
la de servir a la verdad y a la justicia en las dimensiones de la
“temporalidad” humana, pero siempre dentro de una perspectiva que sea la de la
salvación eterna. Esta tiene en cuenta las conquistas temporales del espíritu humano
en el ámbito del conocimiento y de la moral, como ha recordado admirablemente
el Concilio Vaticano II(27), pero no se identifica con ellas y, en realidad las
supera: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente de hombre lo que
Dios ha preparado para los que le aman (28)” . Los hombres, nuestros hermanos
en la fe y también los no creyentes, esperan de nosotros que seamos capaces de
señalarles esta perspectiva, que seamos testimonios auténticos de ella, que
seamos dispensadores de la gracia que seamos servidores de la Palabra de Dios.
Esperan que seamos hombres de oración.
Entre nosotros están también los que han unido su
vocación sacerdotal con una intensa vida de oración y de penitencia, en la
forma estrictamente contemplativa de las respectivas Ordenes religiosas.
Recuerden ellos que su ministerio sacerdotal, aun bajo esta forma, está
“ordenado” ‑de manera particular ‑ a la gran solicitud del Buen Pastor, que es
la solicitud por la salvación de todo hombre. Todos debemos recordar esto: que
a ninguno de nosotros es lícito merecer el nombre de
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