"Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).
Con ocasión de la
visita del Papa Francisco a Albania recuerdo aquí un trozo del texto del papa
Juan Pablo II de su Conmemoraciòn ecuménica de los testigos de la fe del SigloXX celebrada el tercer domingo de Pascua 7 de mayo del año 2000.
La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no
es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que también
marca todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en el
primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe
con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los
continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo derramando
también la sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes,
experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Muchos
países de antigua tradición cristiana volvieron a ser tierras donde la
fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy alto. En nuestro siglo
"el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha
hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes"
(Tertio millennio adveniente, 37).
[…]
Los nombres de muchos no son conocidos; los nombres de algunos
fueron manchados por sus perseguidores, que añadieron al martirio la ignominia;
los nombres de otros fueron ocultados por sus verdugos. Sin embargo, los
cristianos conservan el recuerdo de gran parte de ellos.
[…]
Muchos rechazaron
someterse al culto de los ídolos del siglo XX y fueron sacrificados por el
comunismo, el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza. Muchos otros
cayeron, en el curso de guerras étnicas o tribales, porque habían rechazado una
lógica ajena al Evangelio de Cristo. Algunos murieron porque, siguiendo el
ejemplo del Buen Pastor, quisieron permanecer junto a sus fieles a pesar de las
amenazas. En todos los continentes y a lo largo del siglo XX hubo quien prefirió
dejarse matar antes que renunciar a la propia misión. Religiosos y religiosas
vivieron su consagración hasta el derramamiento de la sangre. Hombres y mujeres
creyentes murieron ofreciendo su vida por amor de los hermanos, especialmente
de los más pobres y débiles. Tantas mujeres perdieron la vida por defender su
dignidad y su pureza.
[…]
la preciosa herencia que estos valientes testigos nos han
legado es un patrimonio común de todas las Iglesias y de todas las Comunidades
eclesiales. Es una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los
factores de división. El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe
es el más convincente; indica el camino de la unidad a los cristianos del siglo
XXI. Es la herencia de la Cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que
enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio.”
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