“Clavado en un lecho de hospital, el de la habitación
1022 del reparto Solventi Uno, en la décima planta del Policlínico a. Gemelli,
afectado del mal de Parkinson, en la silla de ruedas, encorvado, balbuciente,
mudo, abrazado al Crucifijo, Juan Pablo II se transformò en humilde icono de
Cristo, “ostensorio” viviente, precisamente en los últimos años de su
Pontificado.
No pocos han criticado esa “ostentación del sufrimiento”,
el espectáculo mediático de la enfermedad, pero asì como Cristo no descendió de
la cruz, también aquél que eligió como su Vicario habría de permanecer clavado
hasta el fin. “En aquella fotografía – explica visiblemente conmovido Arturo
Mari, su fotógrafo oficial, refiriéndose a la del Viernes Santo de 2005 – esta toda
su vida. El Santo Padre no podía ir a la procesión, pero ha participado
enteramente en el Vía Crucis. Oraba ante la pantalla”.
Empezando desde el día del trágico atentado del 13
de mayo de 1981, para Juan Pablo II el camino del Via Crucis se hizo cada vez
más agotador.
El profesor Francesco Crucitti le salvó la vida en
una operación dificilísima de cuatro horas. Pero el proyectil también había herido
al Papa en el dedo y en el codo, y allí le intervino el profesor Gianfranco
Fineschi, entonces facultativo de la clínica ortopédica del Policlínico
Gemelli, que con el tiempo se convirtió en amigo de Juan Pablo II. Todos saben
lo frecuentemente que el Santo Padre ha tenido que ser paciente del Gemelli,
pero no todos saben que el médico al que ha dado más trabajo, tras el cirujano
que le salvó la vida, es justamente el profesor Gianfranco FIneschi. “Me
impactó mucho la sobria humildad ocn la que el paciente declaró que se ponía en
mis manos, en las que confiaba sin resrevas – cuenta l cirujano – y por tanto
sin hacerme sentir condicionado por el hecho de que fuerael Papa”.
11 de noviembre de 1993: tercera convalecencia del
Santo Padre tras una fractura con luxaciones en el hombro derecho. “Esta vez he
vuelto por usted”, bromeó, viendo llegar al profesor. Su humor significó un
verdadero recurso ante las molestias de ciertas exigencias terapéuticas a las
que se enfrentaba diariamente. En 1994 se realizó la operación más larga del
profesor Gianfranco Fineschi, cuando el Pontífice se rompió la cadera
resbalando en la ducha – “como puede pasarle a cualquiera, y me ha sucedido también
a mì”.
“Una operación perfectamente conseguida – prosigue el
facultativo, ahora jubilado – Así,
después de esa operación surgió la amistad”. Una cercanía, la de
Fineschi y Wojtyla, hecha de reconocimientos oficiales, si – el profesor recibió
la más alta insignia honorífica vaticana – pero también de llamadas
confidenciales. Me encontraba cenando con amigos en la
Toscana, en una casa de campo, cuando sonó
el teléfono. La casera vino a decirme: “Profesor, hay alguien al teléfono que
pregunta por usted”. Era el 23 de diciembre, y el Papa quería felicitarme para la
Navidad…. Mientras más una persona es realmente elevada, más humilde y modesta
es”.
Confirmando esa extraordinaria humildad, fecundada
en la cruz de la enfermedad, esta también el recuerdo de la madre de Alberto,
uno de los niños del grupo de oncología, abrazado por Juan Pablo II antes de
despedirse del Policlínico. “Fue el mismo el que abrió la puerta. Abrazó uno
por uno a nuestros niños, los acarició, murmuró palabras afectuosas, y lo mismo
hizo con nosotras, las madres presentes en aquel momento….”
Un año después, en 1995, murió Sor Ausilia, la jefa
de sala que lo asistió tras el atentado y en las siguientes convalecencias: la
enfermera que lo hizo sonreír haciéndole ver las películas de Don Camilo y
Peppone, y lo definió como “un paciente fácil, fácil”.
“Vivía abandonándose completamente a la voluntad de
Dios – testimonia el doctor Renato Buzzonetti, medico pontificio y personal de
Juan Pablo II. Un momento de auténtico heroísmo
fue el que siguió a la traqueotomía en marzo de 2005. Despertándose de la
anestesia, Juan Pablo II ya no podía hablar. Y escribió con caligrafía incierta, en polaco:
“Que me habéis hecho”….Pero totus tuus”.
“Obrando la redención mediante el sufrimiento, Cristo
ha elveado el sufrimiento humano a nivel de redención. Por lo tanto, todo
hombre, en su sufrimiento, puede hacerse partícipe del sufrimiento redentor de
Cristo” (Salvifici Doloris, 19).
El enfermo no se desfigura, sino que se transfigura
por el sufrimiento: puede aceptar con “orgullosa humildad” la semejanza con
Cristo crucificado, y participar
activamente ne bien de la Iglesia y de toda la humanidad, o bien negarse a
reconocerlo, esconderse en su cruz y renegar de si mismo.
En un mundo secularizado en el que a menudo el dolor
ya no tiene sentido y la enfermedad es vista como inútil o embarazosa, Juan
Pablo II, con sus últimos días de enfermedad y sufrimiento, ha enseñado en primera
persona, con extraordinaria humildad, la dignidad de la persona humana enferma
y sufriente.
Su catequesis más elocuente, reconocida por el
doctor Renato Buzzonetti, su médico personal, que celebra la “enfermedad
aceptada en la estela del Crucificado, no como humillación y condena, sino como
don de gracia y supremo canto a la vida humana convertida en signo de contradicción
y de esperanza”, la llevó a cabo en Lourdes, los días 14 y 15 de agosto de
2004.
Fue su último viaje internacional. Doliente,
gravemente limitado en sus movimientos, se vio obligado a interrumpir la
lectura de su invocación a María ante la gruta de Massabielle, y a que fuera el
cardenal Etchegaray quien leyera su mensaje a los enfermos: “Estoy con vosotros….Comparto
con vosotros un momento de la vida marcado por el sufrimiento, mas no por esto
menos fecundo…Siempre he tenido una gran fe en el valor del ofrecimiento, de la
oración y del sufrimiento de aquellos que sufren”. Enfermo entre los enfermos,
se convirtió en testimonio viviente de lo mismo que había enseñado veintiún años
antes, delante de la misma gruta. Arrodillándose
ante la gruta de Massabielle, alcanzó la meta de su peregrinación.”
Domitia Caramazza – Totus Tuus Nr. 10, octubre 2008
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