“¡Qué insondable es la profundidad del misterio de la
Encarnación! Muy rica es, por ello, la liturgia de la Navidad del Señor: en las
misas de medianoche, de la aurora y del día los diversos textos litúrgicos
iluminan sucesivamente este gran acontecimiento que el Señor quiere dar a
conocer a los que lo esperan y lo buscan (cf. Lc 2, 15).
En el misterio de la Navidad se manifiesta en
plenitud la verdad de su designio de salvación sobre el hombre y sobre el
mundo. No sólo el hombre es salvado, sino toda la creación, a la que
se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas las
naciones de la tierra (cf. Sal 96).
Precisamente este cántico de alabanza ha resonado con
solemne grandeza sobre el pobre establo de Belén. Leemos en san Lucas que las
milicias celestiales alababan a Dios diciendo: «Gloria Dios en el cielo y paz
en la tierra a los hombres que ama el Señor» (Lc 2, 14).
En Dios está la plenitud de la gloria. En esta noche
la gloria de Dios se convierte en patrimonio de toda la creación y, de un modo
particular, del hombre. Sí, el Hijo eterno, Aquel que es la eterna complacencia
del Padre se ha hecho hombre, y su nacimiento terreno, en la noche de Belén,
testimonia de una vez para siempre que en él cada hombre está
comprendido en el misterio de la predilección divina, que es la fuente de la
paz definitiva.
«Paz a los hombres que ama el Señor ». Sí, paz para
toda la humanidad. Esta es mi felicitación navideña. Queridos hermanos y
hermanas, durante esta noche y a lo largo de toda la octava de Navidad
imploremos del Señor esta gracia tan necesaria. Pidamos para que toda la
humanidad sepa reconocer en el Hijo de María, nacido en Belén, al Redentor del
mundo, que trae como don el amor y la paz.”
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