« Llamados... a
reproducir la imagen de su Hijo » (Rm 8,
28-29): la gloria de Dios resplandece en el rostro del hombre
34.
La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de
experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender.
¿Por
qué la vida es un bien? La pregunta
recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta
eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la
de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del
polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34,
15; Sal 103 102, 14; 104 103, 29), es manifestación de Dios en
el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1,
26-27; Sal 8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo
de Lyon con su célebre definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al
hombre se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus
raíces en el vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
Lo
afirma el libro del Génesis en el primer relato de la creación, poniendo al
hombre en el vértice de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al
término de un proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más
perfecta. Toda la creación está ordenada al hombre y todo se somete a
él: « Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que
serpea sobre la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un
mensaje semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó,
pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo
labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma la primacía del
hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él y confiadas a su
responsabilidad, mientras que por ningún motivo el hombre puede ser sometido a
sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En
el relato bíblico, la distinción entre el hombre y las demás criaturas se
manifiesta sobre todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como fruto
de una especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que establece
un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1,
26). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con
el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel
se peguntará durante mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y
específico del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que
Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya, y los
hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta no sólo su
dominio sobre el mundo, sino también las facultades espirituales más
características del hombre, como la razón, el discernimiento del bien
y del mal, la voluntad libre: « De saber e inteligencia los llenó, les enseñó
el bien y el mal » (Si 17, 6). La capacidad de conocer la
verdad y la libertad son prerrogativas del hombre en cuanto creado a
imagen de su Creador, el Dios verdadero y justo (cf. Dt 32,
4). Sólo el hombre, entre todas las criaturas visibles, tiene « capacidad para
conocer y amar a su Creador ».24 La
vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión
hacia una plenitud de vida, es germen de un existencia que supera los
mismos límites del tiempo: « Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza » (Sb 2,
23).
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