(imagen de Wikipedia)
«Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25).
Nos
vienen a la mente esas palabras de Cristo en este momento en que nos hallamos
ante la muerte del profesor Jérôme Lejeune. Si el Padre celestial se lo ha
llevado de esta tierra el mismo día de la resurrección de Cristo, es difícil no
ver en esta coincidencia un signo. La resurrección de Cristo es un gran
testimonio de la vida, que es más fuerte que la muerte. Iluminados por estas
palabras del Señor, vemos en toda muerte humana una participación en la muerte
de Cristo y en su resurrección, especialmente cuando la muerte tiene lugar el
mismo día de la Resurrección. Esta muerte testimonia con mayor fuerza la vida a
la que el hombre está llamado en Jesucristo. Durante toda la vida de nuestro
hermano Jérôme, esta llamada representó una línea directriz. Como sabio
biólogo, sintió pasión por la vida. En su campo fue una de las mayores
autoridades mundiales. Diversos organismos lo invitaban a dar conferencias y le
pedían sus consejos. Lo respetaban incluso quienes no compartían sus
convicciones más profundas.
Deseamos
agradecer hoy al Creador, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en
la tierra», (Ef 3, 15), el carisma particular del fallecido. Hay
que hablar aquí de carisma, porque el profesor Lejeune supo usar siempre su
profundo conocimiento de la vida y de sus secretos para el verdadero bien del
hombre y de la humanidad, y sólo para esto. Llegó a ser uno de los más
ardientes defensores de la vida, especialmente de la vida de los niños por
nacer que, en nuestra civilización contemporánea, frecuentemente están
amenazados, hasta el punto de que se puede pensar en una amenaza programada.
Hoy esta amenaza se extiende igualmente a los ancianos y a los enfermos. Las
instancias humanas, los parlamentos elegidos democráticamente, se arrogan el
derecho de poder decidir quién tiene derecho a vivir y, por el contrario, a
quién se le puede negar, sin que exista una culpa de su parte. De muchos modos,
nuestro siglo ha experimentado este tipo de actitud, sobre todo durante la
segunda guerra mundial, y también después. El profesor Jérôme Lejeune asumió
plenamente la responsabilidad particular del sabio, dispuesto a convertirse en
un signo de contradicción, sin tener en cuenta las presiones
externas ejercidas por la sociedad permisiva ni el ostracismo al que lo habían
condenado.
Nos
hallamos hoy ante la muerte de un gran cristiano del siglo XX, un hombre para
el que la defensa de la vida llegó a ser un apostolado. No cabe duda de que en
la situación actual del mundo esta forma de apostolado de los laicos es muy
necesaria. Deseamos agradecer hoy a Dios, el autor de la vida, todo lo que
representó para nosotros el profesor Lejeune, todo lo que hizo para defender y
promover la dignidad de la vida humana. En particular, quisiera agradecerle el
haber tomado la iniciativa de la creación de la Academia pontificia
para la vida. El profesor Lejeune, miembro de la Academia pontificia de
ciencias desde hacía muchos años, preparó todos los elementos necesarios para
esta nueva fundación, cuyo primer presidente fue. Estamos seguros de que pedirá
ahora a la Sabiduría divina por esta institución tan importante, que le debe en
gran parte su existencia.
Cristo
dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque
muera, vivirá... Creemos que estas palabras se han cumplido en la vida y en
la muerte de nuestro hermano Jérôme. Que la verdad sobre la vida sea también
fuente de fuerza espiritual para la familia del fallecido, para la Iglesia en
París, para la Iglesia en Francia y para todos nosotros, a los qua los que el profesor Lejeune ha dejado un testimonio
verdaderamente resplandeciente de su vida como hombre y como cristiano.
(JuanPablo II en su carta en su Mensaje al Cardenal Lustiger con motivo de la muertede Jérome Lejeune)
No hay comentarios:
Publicar un comentario