"Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas
a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (...) Nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar'' (Lc 10, 21-22). Estas palabras del Evangelio de
San Lucas, introduciéndonos en la intimidad del misterio de Cristo, nos
permiten acercarnos también al misterio de la Eucaristía. En ella el Hijo
consustancial al Padre, Aquel que sólo el Padre conoce, le ofrece el sacrificio
de sí mismo por la humanidad y por toda la creación. En la Eucaristía Cristo
devuelve al Padre todo lo que de El proviene. Se realiza así un profundo
misterio de justicia de la criatura hacia el Creador. Es preciso que el hombre
de honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo
que de El ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que
solamente él, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer y
saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Al mismo tiempo,
teniendo en cuenta sus límites de criatura y el pecado que lo marca, el hombre
no sería capaz de realizar este acto de justicia hacia el Creador si Cristo
mismo, Hijo consustancial al Padre y verdadero hombre, no emprendiera esta
iniciativa eucarística.
El sacerdocio, desde sus raíces, es el sacerdocio de Cristo. Es El
quien ofrece a Dios Padre el sacrificio de sí mismo, de su carne y de su
sangre, y con su sacrificio justifica a los ojos del Padre a toda la humanidad
e indirectamente a toda la creación. El sacerdote, celebrando cada día la
Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso la celebración de
la Eucaristía es, para él, el momento más importante y sagrado de la jornada y
el centro de su vida.
(Karol Wojtyla/Juan
Pablo II: Don y Misterio)
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