“Verdaderamente, resultaría difícil encontrar un momento en que María hubiera podido pronunciar con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez después de la Anunciación, cuando, hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó la casa de Zacarías para atender a Isabel:
"Mi alma engrandece al Señor... / porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, / cuyo nombre es santo" (Lc 46, 49).
Si estas palabras tuvieron su motivo, pleno y superabundante, sobre la boca de María cuando Ella, Inmaculada, se convirtió en Madre del Verbo Eterno, hoy alcanzan la cumbre definitiva. María que, gracias a su fe (realzada por Isabel) entró en aquel momento, todavía bajo el velo del misterio, en el tabernáculo de la Santísima Trinidad, hoy entra en la Morada eterna, en plena intimidad con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la visión beatífica, "cara a cara". Y esa visión, como inagotable fuente del amor perfecto, colma todo su ser con la plenitud de la gloria y de la felicidad. Así, pues, la Asunción es, al mismo tiempo, el "coronamiento" de toda la vida de María, de su vocación única, entre todos los miembros de la humanidad, para ser la Madre de Dios. Es el "coronamiento" de la fe que Ella, "llena de gracia", demostró durante la Anunciación y que Isabel, su pariente, subrayó y exaltó durante la Visitación.
[….]
"Assumpta est María in caelum, gaudent Angelí! Et gaudet Ecclesia!"
Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua; de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:
"Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12. 1).
Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, de que habla el mismo libro de la Santa Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original —es decir, desde el día en que comió "del árbol del conocimiento del bien y del mal", como leemos en el libro del Génesis (2, 17; 3, 12)—; aunque esa lucha adquiera a veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.
Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.
Nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva, al mal y al pecado, en espera del día en que todo será cumplido por Aquel que trajo la victoria sobre la muerte: el Hijo de María. Entonces El "entregará a Dios Padre el Reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder" (1 Cor 15, 24) y pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último enemigo, a la muerte (cf. 1 Cor 15, 25).”
(Beato Juan Pablo II – Homilia en la Solemnidd de la Asunciòn - Parroquia de Castelgandolfo, Viernes 15 de agosto de 1980)
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