1. Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En la luz de Dios recordamos a todos los que han dado testimonio de Cristo durante su vida terrena, esforzándose por poner en práctica sus enseñanzas. Nos alegramos con estos hermanos y hermanas nuestros que nos han precedido, recorriendo nuestro mismo camino, y que ahora, en la gloria del cielo, gozan del premio merecido. Estos son los que, según la expresión del Apocalipsis, "vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Han sabido ir contra corriente, acogiendo el "sermón de la montaña" como norma inspiradora de su vida: pobreza de espíritu y sencillez de vida; mansedumbre y no violencia; arrepentimiento de los pecados propios y expiación de los ajenos; hambre y sed de justicia; misericordia y compasión; pureza de corazón; compromiso en favor de la paz; y sacrificio por la justicia (cf. Mt 5, 3-10).
Todo cristiano está llamado a la santidad, es decir, a vivir las bienaventuranzas. Como ejemplo para todos, la Iglesia indica a los hermanos y hermanas que se han distinguido en las virtudes y han sido instrumentos de la gracia divina. Hoy los celebramos a todos juntos, para que con su ayuda crezcamos en el amor a Dios y seamos "sal de la tierra y luz del mundo" (Mt 5, 13-14).
2. La comunión de los santos supera el umbral de la muerte. Es una comunión que tiene su centro en Dios, el Dios de los vivos (cf. Mt 22, 32). "Dichosos los muertos que mueren en el Señor" (Ap 14, 13), leemos en el libro del Apocalipsis. Precisamente la fiesta de Todos los Santos ilumina el significado de la conmemoración de Todos los fieles difuntos, que celebraremos mañana. Esta es una jornada de oración y de profunda reflexión sobre el misterio de la vida y la muerte. "Dios no hizo la muerte" -afirma la Escritura-, sino que "todo lo creó para que subsistiera" (Sb 1, 13-14). "La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sb 2, 24).El Evangelio revela cómo Jesucristo tenía un poder absoluto sobre la muerte física, que consideraba casi como un sueño (cf. Mt 9, 24-25; Lc 7, 14-15; Jn 11, 11). Jesús sugiere que hay que tener miedo de otra muerte: la del alma, que a causa del pecado pierde la vida divina de la gracia, quedando excluida definitivamente de la vida y de la felicidad.
3. Por el contrario, Dios quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2, 4). Por eso envió a la tierra a su Hijo (cf. Jn 3, 16), para que todos los hombres tengan vida "en abundancia" (cf. Jn 10, 10). El Padre celestial no se resigna a perder a ninguno de sus hijos, sino que quiere que todos estén con él, y sean santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1, 4).
Santos e inmaculados como la Virgen María, modelo eminente de la humanidad nueva. Su felicidad es plena, en la gloria de Dios. En ella resplandece la meta a la que todos tendemos. A ella le encomendamos a nuestros hermanos difuntos, en espera de encontrarnos con ellos, en la casa del Padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario