“El viernes 25 de noviembre de 1881— abría los ojos a la vida en Sotto il Monte el niño Angelo Giuseppe Roncalli. Ese mismo día, al atardecer, se convertía en cristiano aquel que, en el curso de su larga vida, singularmente rica de gracia, sería después sacerdote, obispo y finalmente Sucesor de Pedro”. Son palabras con las cuales comenzaba su Audiencia General el Beato Juan Pablo II el miércoles 25 de noviembre de 1981. Entonces se cumplían 100 años del nacimiento del “Papa Juan, el Papa bueno, el Papa del Concilio, el Papa del ecumenismo, de las misiones.”
Hoy recordamos los 130 años de aquella “fecha tan significativa” del nacimiento de “aquel que, siguiendo el hilo de oro de la "buena Providencia" —como a él le gustaba llamarla—, dejaría un signo indeleble en la historia de la Iglesia de nuestro tiempo” “Quisiera, juntamente con vosotros,” resaltaba Juan Pablo II - fijar la atención en el significado, la importancia, la grandeza que ha tenido para la Iglesia y el mundo la presencia de ese hombre entre nosotros, ”
Hoy recordamos los 130 años de aquella “fecha tan significativa” del nacimiento de “aquel que, siguiendo el hilo de oro de la "buena Providencia" —como a él le gustaba llamarla—, dejaría un signo indeleble en la historia de la Iglesia de nuestro tiempo” “Quisiera, juntamente con vosotros,” resaltaba Juan Pablo II - fijar la atención en el significado, la importancia, la grandeza que ha tenido para la Iglesia y el mundo la presencia de ese hombre entre nosotros, ”
“El Papa Juan ha sido un gran don de Dios a la Iglesia, - continuaría en su Audiencia Juan Pablo II - . No sólo porque —y bastaría esto para hacer su recuerdo imperecedero— vinculó su nombre al acontecimiento más grande y transformador de nuestro siglo: la convocación del Concilio Ecuménico Vaticano II, intuido por él —así lo confesó— como por una misteriosa e irresistible inspiración del Espíritu Santo; no sólo porque celebró el Sínodo Romano y quiso comenzar la revisión del código de derecho canónico. Ha sido un gran don de Dios porque ha hecho sentir viva la Iglesia al hombre de hoy. Fue, como el Bautista, un precursor. Indicó los caminos de la renovación, en el gran surco de la Tradición, como he desarrollado ampliamente en mis discursos de Sotto il Monte y de Bérgamo. Quiso "ser voz" (Jn 1, 23) para preparar a Cristo un nuevo adviento en la Iglesia y en el mundo. En su mensaje de Pascua de 1962 dijo: "Es todavía Pedro, en su más reciente y humilde sucesor quien, rodeado de una inmensa corona de obispos se dispone, temeroso pero confiado, a hablar a las multitudes. Su palabra viene del fondo de 20 siglos, y no es suya: es de Jesucristo, Verbo del Padre y Redentor de todas las gentes, y es todavía El quien enseña a la humanidad los caminos maestros que llevan a la convivencia en la verdad y en la justicia" (21 de abril de 1962: Discorsi, IV, 221)
Esa voz sacudió al mundo. Por su sencillez y por lo directa que era, por su humildad y discreción, por su valentía y su fuerza. Por medio de esa voz se oyó netamente la Palabra de Cristo: en su llamada a la verdad, a la justicia, al amor y a la libertad, en las cuales habían de inspirarse las relaciones entre los hombres y entre los pueblos, según las líneas maestras de la gran Encíclica "Pacem in terris"; se oyó en el subrayado, tanto de los valores de la persona, núcleo único e irrepetible en el que se refleja directamente la gloria del rostro de Dios creador, redentor, como en los de la familia, núcleo social fundamental para la vida de la sociedad y de la Iglesia, a la que ofrece sus propios hijos como signo de esperanza y de promesa, especialmente en las vocaciones sacerdotales y religiosas; y se oyó al proponer de nuevo a los hombres los caminos de la oración y de la santidad. "Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre Juan".”
Invito leer el texto completo de la Audiencia que emana un impresionante cariño, respeto y reconocimiento hacia su antecesor, pero ante todo agradecimiento por su optimismo, su anhelo de unidad, la “lozanía e intrepidez de sus iniciativas, la confianza en los jóvenes, “su anhelo misionero que le hacía abrazar al mundo con amor apasionado, que se transformaba en oración”.
Esa voz sacudió al mundo. Por su sencillez y por lo directa que era, por su humildad y discreción, por su valentía y su fuerza. Por medio de esa voz se oyó netamente la Palabra de Cristo: en su llamada a la verdad, a la justicia, al amor y a la libertad, en las cuales habían de inspirarse las relaciones entre los hombres y entre los pueblos, según las líneas maestras de la gran Encíclica "Pacem in terris"; se oyó en el subrayado, tanto de los valores de la persona, núcleo único e irrepetible en el que se refleja directamente la gloria del rostro de Dios creador, redentor, como en los de la familia, núcleo social fundamental para la vida de la sociedad y de la Iglesia, a la que ofrece sus propios hijos como signo de esperanza y de promesa, especialmente en las vocaciones sacerdotales y religiosas; y se oyó al proponer de nuevo a los hombres los caminos de la oración y de la santidad. "Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre Juan".”
Invito leer el texto completo de la Audiencia que emana un impresionante cariño, respeto y reconocimiento hacia su antecesor, pero ante todo agradecimiento por su optimismo, su anhelo de unidad, la “lozanía e intrepidez de sus iniciativas, la confianza en los jóvenes, “su anhelo misionero que le hacía abrazar al mundo con amor apasionado, que se transformaba en oración”.
Leyendo las palabras de Juan Pablo II acerca de quien supo
“mirar al futuro con esperanza inquebrantable; esperaba para la Iglesia y para el mundo la floración de una era nueva, confiada a la buena voluntad y a la recta intención de una nueva humanidad, más justa, más recta, más buena” y “El Concilio debía señalar una nueva primavera. cuando él solía repetir, debía ser un "nuevo Pentecostés"; una "nueva Pascua", esto es, "un gran despertar, una reanudación de camino más animoso" (Mensaje citado: Discorsi, IV, 221)”
me hace pensar que fue realmente el Papa Juan XXIII el iniciador de lo que Juan Pablo II llamó “nueva evangelización”, reconociendo en el Pablo VI el espíritu de ese “inicio”, que continúa el Santo Padre Benedicto XVI.
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