Domingo
2 de abril de 2006, primer aniversario de la muerte del Santo Padre Juan Pablo
II. En una celebración privada en la parroquia de San Benedicto de Verona, yo,
Adriana, renové mis promesas bautismales a la luz de una fe renacida en mi
gracias al testimonio de vida y muerte que nos dejó el veneradísimo Juan Pablo
II.
Desde
aquel 2 de abril de 2005, mi vida ha comenzado un camino de fe y conversión,
que ya ha producido en mi cambios importantes, cambios de los que me parece
justo dar testimonio a favor de la canonización de Juan Pablo II.
Quiero
decir que he esperado un tiempo antes de escribiros, porque quería estar segura
de que el camino que he tomado no era fruto de una emotividad momentánea sino
un efectivo estado de gracia que todavía permanece en mí, y,. si es posible, se
ha hecho ás fuerte. A lo largo de este
camino me guían un Padre espiritual y una querida amiga en Cristo, Sor Gemma de
la Eucaristía, carmelita.
Tan
solo algunos datos sobre mi vida anterior. Nací en una familia de tradición católica,
estoy casada, soy madre de dos hijos y abuela de dos nietos. Soy periodista y
he trabajado para varios periódicos y televisiones. En 1987 me encontré con Juan Pablo II durante su visita a Verona.
Debo aclararos que fui a aquel encuentro con más curiosidad mundana que fe o
estimulo espiritual. Y añadir que a lo largo de mi vida no había sentido nunca
la necesidad de profundizar en mi Credo,
por lo demás muy superficial, y que mi religiosidad se nutría de un interés de
carácter oportunista con algún aliento de espiritualidad, intensa, sí, pero
centrada en mis preocupaciones. Con ojos desencantados y en un momento de mi
vida, ahora lo comprendo, en que me dominaban las fuerzas negativas, me
encontré ante Su Santidad. ¿Pero sería más correcto decir que Juan Palbo II me
encontró a mi! En realidad, con uno de esos gestos suyos que han hcho que fuera
tan amado, pasó entre las vallas de seguridad, subió las escaleras del Recinto
Ferial de Verona, vino derecho hacia mi ¿y me acarició! Me acarició y me miró
con una dulzura….Todavía hoy no consigo describir aquella mirada.
Emoción,
estupor, perplejidad y tantos “¿Por qué a mi?” me asaltaron en aquel momento. Sobre
todo aquel “porque a mi?” que, en mi superficialidad, no encontraba explicación
más lógica que la posibilidad de que el Santo Pontífice hubiera visto en mi una
terrible enfermedad o quizás, una muerte inminente. ¿Pasé una semana esperando
morir!. Después, visto que no sucedía
nada, que estaba viva y mejor que nunca olvidé esos acontecimientos y volví a
mi vida de siempre. Episodio finalizado y enterrado: quizás demasiado
comprometido o incómodo de recordar. ¿No había pasado nada!. O así lo creía. Seguramente no estaba aún preparada
para comprenderlo, para leer “el signo de los tiempos” que representaba el
Santo Padre, ¡ni el regalo que me estaba haciendo en aquel momento!
Transcurrieron
20 años de enfermedad pública del Santo Padre, de sufrimiento vivido bajo los
focos de los medios de comunicación: un Vía Crucis en directo para todo el
mundo, ¡incluso para mi!. Quizás ya empezaba yo a tambalearme pero aún no me
daba cuenta. Ha sido necesario que muriera para hacerme comprender todo, y
sobre todo, el por qué de aquella caricia.
Tras
escuchar el anuncio de su muerte, salí a la terraza de mi casa, que da al mar,
y me puse a llorar con una desesperación que nunca había sentido antes.
Recuerdo que me doblé en dos del dolor y que me encontré mal, como mujer que está
a punto de dar a luz. Esto fue exactamente lo que experimenté. En aquel instante,
sólo entonces, volví a sentir de forma clarísima su caricia: ¡la caricia de
Dios!. No puedo describir lo que sentí, lo que sucedió en mi. Para explicarlo, todavía
hoy cito a San Pablo y digo que fui cegada por una luz camino de Damasco. Lo único
que sé es que, volviendo a entrar en casa, dije a mi marido y a los allí presentes:
“siento que mi vida ya no es la misma”: Y así ha sido hasta hoy.
No
voy a describiros el camino recorrido ni los pequeños cambios experimentados,
pero puedo decir que desde el 2 de abril de 2005 no he faltado un solo día a la
Santa Misa diaria (a no ser por indisposición)
no he dejado de leer la Biblia cada día, de recitar el Rosario ni de hacer meditación. He aprendido la importancia
de la Eucaristía, de la Confesión, de la intercesión de la Virgen. Estoy
aprendiendo a comprender la importancia de confiar en Dios, de esperar y
confiar en Su Amor y en Su Misericordia. Pero, sobre todo, no he dejado de
pedir a Juan Pablo II ayuda para abrir mi corazón y mis puertas a Cristo.
¡Ayuda para no tener miedo!
Y
en los momentos de duda y temor, que ha
habido (y los habrá) Juan Pablo II siempre ha vendió en mi ayuda.
Testimonio
de Adriana, publicado en Totus Tuus Nro 1 enero 2008)