(Presentada en la Sesión de apertura de la
investigación diocesana sobre la vida, virtudes y fama de santidad del Siervo
de Dios Juan Pablo II, en la Basílica de San Juan de Letrán el 28 de junio de
2005)
El espíritu de un
gran Pontificado
El 16 de octubre
de 1978, según los planes de la Divina Providencia, Karol Wojtyla es elegido
Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia. Todos recordamos aquella fuerte invitación al
solemne inicio del pontificado, el 22 de octubre de 1978: «Non abbiate paura! Aprite, anzi, spalancate
le porte a Cristo» (No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las
puertas a Cristo!) Una invitación, a la cual él ha permanecido siempre fiel.
Recordamos sus
innumerables viajes apostólicos para llevar el anuncio de Cristo, nuestro único
Salvador, por toda la tierra. Sus visitas a las parroquias de Roma, el afecto y
la preocupación constante con que ha guiado esta Diócesis a través del Sínodo,
la misión ciudadana, el Gran Jubileo que abarco todo el mundo. Recordamos la
extraordinaria iniciativa pastoral de las Jornadas mundiales de la Juventud,
que han abierto una nueva gran puerta al encuentro de los jóvenes con Cristo.
Y como olvidar
aquel amor y aquella solicitud por la humanidad, tantas veces amenazada, que lo
llevara a un trabajo incansable de suplicar por la paz para asegurar para los
pueblos más pobres, los últimos de la tierra, una esperanza de vida y
desarrollo, para defender la dignidad intangible de cada existencia humana,
desde la concepción a su muerte natural, para tutelar y promover la familia y
el amor humano autentico.
Además tampoco
podemos olvidar la clarividencia y la valentía con la cual contribuyo a derribar
el muro que separaba a Europa volviendo a llamarla a sus raíces cristianas. La generosidad con que ha trabajado por la unidad de los cristianos,
considerada por el como una firme e indeclinable voluntad de Jesus. Y su empeño en lograr que las religiones
fueran portadoras de paz entre los pueblos. Su sinceridad en pedir perdón por
los pecados de los hijos de la Iglesia, y al mismo tiempo la fuerza y tenacidad
con que ha defendido y proclamado la unión indisoluble de la Iglesia con Cristo
y la integridad de la doctrina católica.
De esta doctrina,
de su verdad y de su relevancia para el hombre de hoy, son expresiones insignes
sus catorce encíclicas, el Catecismo de la Iglesia Católica y todos sus otros
documentos y discursos. De su solicitud para con la colegialidad del
Episcopado, la unidad y la vida de la Iglesia, testimonian las quince Asambleas
del Sínodo de Obispos por el convocado, como así también la promulgación del
Código de derecho canónico de la Iglesia latina y de las Iglesiasorientales.
En la raíz de toda esta incansable acción apostólica se
distingue claramente la intensidad y la profundad de la oración de Juan Pablo
II, de la cual tantos de nosotros podemos
brindar testimonio, aquella intima unión con Dios que lo ha acompañado desde su
más tierna niñez hasta el término de su existencia terrena. Tan solo quiero
recordar las palabras con las cuales se pronunció al inicio de su Pontificado,
el 29 de octubre de 1978, en el Santuario della Mentorella: «La oración […] es también la primera tarea
y como el primer anuncio del Papa, del mismo modo que es el primer requisito de
su servicio a la Iglesia y al mundo.»
Sin embargo existe una dimensión ulterior, igualmente
decisiva, de la relación que ha unido a Karol Wojtyla a Cristo Salvador y a la
humanidad por El redimida. Es la
relación de la sangre. En el poema Stanislaw
compuesto pocos días después del Conclave que lo elegiría Papa, el escribió:
«Si la palabra no convierte, será la sangre la que convertirá.» Fue la sangre
vertida por Juan Pablo II en la Plaza San Pedro el 13 de mayo de 1981, y más
tarde, no la sangre sino la vida entera, ofrecida durante sus largos años de
enfermedad. Por ultimo su sufrimiento y su muerte, su bendición casi sin voz
desde la ventana, al término de la Santa Misa de Pascua, fueron para la
humanidad entera un testimonio extraordinariamente eficaz de Jesucristo muerto y resucitado, del significado
cristiano del sufrimiento, de la muerte y de la fuerza de salvación que en ello
reside, por último el análisis del verdadero rostro del hombre redimido por
Cristo. Por eso los días de sus exequias se convirtieron para Roma y todo el
mundo, días de extraordinaria unidad, de reconciliación de apertura del alma a
Dios.
El entonces Cardenal Joseph Ratzinger se basaba en su homilía en aquella Misa de
exequias el viernes 8 de abril en la Plaza San Pedro en las palabra “sígueme”
que Jesus resucitado le dirigía a Pedro cuando le encomendaba pastorear sus
ovejas (Jn 21, 14-23) identificando en el seguimiento de Cristo la síntesis de
la existencia de Karol Wojtyla Juan Pablo II, para finalmente concluir: « Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora
en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice.» Si, esta es también
nuestra certeza (…)
.
(traducido de:
Camillo Ruini Alla sequela di Cristo Giovanni Paolo II il Servo dei Servi di Dio,
Cantagalli, Siena, feb 2007)
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