«Un gran signo apareció en el
cielo: una mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella
estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos
escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).
Tenemos una Madre, una «Señora muy
bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a
casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta
no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen».
Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus
ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre
no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la
eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto. Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el
peligro del infierno al que nos lleva una vida ―a menudo propuesta e impuesta―
sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de
Dios que mora en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la
primera lectura, «fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5).
Y, según las palabras de Lucía, los
tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen
irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según
el creer y el sentir de muchos peregrinos —por no decir de todos—, Fátima es
sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra
parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre
para pedirle, como enseña la Salve
Regina, «muéstranos a Jesús».
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