El Espíritu Santo, “alma
de la Iglesia”, “corazón de la Iglesia”: es un dato hermoso de la Tradición,
sobre el que conviene investigar.
Es
evidente que, como explican los teólogos, la expresión “el Espíritu Santo, alma
de la Iglesia” se ha de entender de modo analógico, pues no es “forma
sustancial” de la Iglesia como lo es el alma para el cuerpo, con el que
constituye la única sustancia “hombre”. El Espíritu Santo es el principio vital
de la Iglesia, íntimo, pero transcendente. Él es el Dador de vida y de
unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir,
como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi. Lo hace
notar el Concilio, según el cual Cristo, “para que nos renováramos
incesantemente en él (cf. Ef 4, 23), nos concedió participar
de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal
modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser
comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida
o el alma en el cuerpo humano” (Lumen gentium, 7).
Siguiendo
esta analogía, todo el proceso de la formación de la Iglesia, ya en el ámbito
de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, se podría comparar con la
creación del hombre según el libro del Génesis, y especialmente con la
inspiración del “aliento de vida” por el que “resultó el hombre un ser
viviente” (Gn 2, 7). En el texto hebreo, el término usado es nefesh (es
decir, ser animado por un soplo vital); pero, en otro pasaje del mismo libro
del Génesis, el soplo vital de los seres vivientes es llamado ruah,
o sea, “espíritu” (Gn 6, 17). Según esta analogía, se puede
considerar al Espíritu Santo como soplo vital de la “nueva creación”, que se
hace concreta en la Iglesia.
El
Concilio nos dice también que “fue enviado el Espíritu Santo el día de
Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y
para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en
un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)” (Lumen gentium, 4). Esta es la primera y
fundamental forma de vida que el Espíritu Santo, a semejanza del “alma que da
la vida”, infunde en la Iglesia: la santidad, según el modelo de
Cristo “a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo” (Jn 10,
36). La santidad constituye la identidad profunda de la Iglesia como Cuerpo
de Cristo, vivificado y partícipe de su Espíritu. La santidad da la salud
espiritual al Cuerpo. La santidad determina también su belleza
espiritual; la belleza que supera toda belleza de la naturaleza y del arte;
una belleza sobrenatural, en la que se refleja la belleza de Dios mismo de un
modo más esencial y directo que en toda la belleza de la creación, precisamente
porque se trata del Corpus Christi. Sobre el tema de la santidad de
la Iglesia volveremos aún en una próxima catequesis.
El
Espíritu Santo es llamado “alma de la Iglesia” también en el sentido que él
aporta su luz divina a todo el pensamiento de la Iglesia, que “guía hasta
la verdad completa”, según el anuncio de Cristo en el Cenáculo: “Cuando venga
él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no
hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga (...), recibirá de lo mío y
os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13. 15).
Por
consiguiente, bajo la luz del Espíritu Santo se proclama en la Iglesia el
anuncio de la verdad revelada y se realiza la profundización de la fe en todos
los niveles del Corpus Christi: el de los Apóstoles, el de sus
sucesores en el Magisterio, y el del “sentido de la fe” de todos los creyentes,
entre los que se encuentran los catequistas, los teólogos y los demás
pensadores cristianos. Todo está y debe estar animado por el Espíritu.
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