Los problemas humanos más
debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se
relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad
del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una
concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro
tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona
humana», como constataba ya la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad
religiosa 52. De ahí la reivindicación de la
posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de
una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la
conciencia del deber» 53. En
concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en
su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos
de la persona, considerados en su conjunto 54.
De este modo, el sentido más profundo de la
dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al
camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura
moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples
expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se
alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesit32.
En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar
la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la
fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que
desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se
han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia
suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y
el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido
indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho
mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la
necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de
autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una
concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es
ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada
la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede
conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la
conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como
acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento
universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre
la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está
orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de
modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta
visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se
encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo,
llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma
de naturaleza humana.
Estas diferentes concepciones están en la base
de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y
conciencia, entre naturaleza y libertad.
En algunas corrientes del
pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el
extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los
valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el
sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido
a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del
juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al
presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido
indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho
mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la
necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de
autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una
concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es
ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada
la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede
conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la
conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como
acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento
universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre
la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está
orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de
modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta
visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se
encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo,
llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma
de naturaleza humana.
Estas diferentes concepciones están en la base
de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia,
entre naturaleza y libertad.
(de la Enciclica
Veritatis Splendor (31-32) de Juan Pablo II)
No hay comentarios:
Publicar un comentario