La misericordia —tal como
Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo— tiene la
forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal
amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y
singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es
objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y «
revalorizado ». El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido
« hallado de nuevo » y por « haber resucitado ». Esta alegría indica un bien
inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su
padre; indica además un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo
fue la vuelta a la verdad de sí mismo.
Lo que ha ocurrido en la
relación del padre con el hijo, en la parábola de Cristo, no se puede valorar «
desde fuera ». Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo
más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces que, siguiendo tal
sistema de valoración, percibimos principalmente en la misericordia una
relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe.
Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia difama a
quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo
demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de
misericordia se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre,
sobre la común experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia
común hace que el hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con
toda verdad (semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio
para el padre, y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien
particular: el padre ve el bien que se ha realizado con una claridad tan
límpida, gracias a una irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que
parece olvidarse de todo el mal que el hijo había cometido.
(De la Enciclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II)
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