“Jesús tiene ante sí a un escriba, un perito en la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por esto decide encaminarlo al misterio de la cruz. Recuerda, pues, en primer lugar, que Moisés levantó en el desierto la serpiente de bronce durante el camino de 40 años de Israel desde Egipto a la Tierra Prometida. Cuando alguno a quien había mordido la serpiente en el desierto, miraba aquel signo, quedaba con vida (cf. Núm 21, 4-9). Este signo, que era la serpiente de bronce, preanunciaba otra Elevación: «Es preciso —dice, desde luego, Jesús— que sea levantado el Hijo del hombre» —y aquí habla de la elevación sobre la cruz—«para que todo el que creyere en El tenga la vida eterna» (Jn 3, 14-15). ¡La cruz: ya no sólo la figura que preanuncia, sino la Realidad misma de la salvación!
Y
he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto pero
al mismo tiempo pronto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de
la cruz:
«Porque
tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que
crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16).
La
cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el camino
del pensamiento humano, en el camino del conocimiento de Dios, se realiza un
vuelco radical. Nicodemo, el hombre noble y honesto, y al mismo tiempo
discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió sentir una sacudida
interior. Para todo Israel Dios era sobre todo Majestad y Justicia. Era
considerado como Juez que recompensa o castiga. Dios, de quien habla Jesús, es
Dios que envía a su propio Hijo no «para que juzgue al mundo, sino para que el
mundo sea salvo por El» (Jn 3, 17). Es Dios del amor, el Padre que
no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre…”.
“¿Qué
es la gracia? «Es un don de Dios». El don que se explica con su amor. El don
está allí donde está el amor. Y el amor se revela mediante la cruz. Así dijo
Jesús a Nicodemo. El amor, que se revela mediante la cruz, es precisamente la
gracia. En ella se desvela el más profundo rostro de Dios. El no es sólo el
juez. Es Dios de infinita majestad y de extrema justicia. Es Padre, que quiere
que el mundo se salve; que entienda el significado de la cruz. Esta es la
elocuencia más fuerte del significado de la ley y de la pena. Es la palabra que
habla de modo diverso a las conciencias humanas. Es la palabra que obliga de
modo diverso a las palabras de la ley y a la amenaza de la pena. Para entender
esta palabra es preciso ser un hombre transformado. El de la gracia y de la
verdad. ¡La gracia es un don que compromete! ¡El don de Dios vivo, que
compromete al hombre para la vida nueva! Y precisamente en esto consiste ese
juicio del que habla también Cristo a Nicodemo: la cruz salva y, al mismo tiempo,
juzga. Juzga diversamente. Juzga más profundamente. «Porque todo el que obra el
mal, aborrece la luz»... —¡precisamente esta luz estupenda que emana de la
cruz!—. «Pero el que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3, 20-21).
Viene a la cruz. Se somete a las exigencias de la gracia. Quiere que lo
comprometa ese inefable don de Dios. Que forje toda su vida. Este hombre oye en
la cruz la voz de Dios, que dirige la palabra a los hijos de esta tierra
nuestra, del mismo modo que habló una vez a los desterrados de Israel mediante
Ciro, rey de Persia, con la invocación de esperanza. La cruz es invocación de
esperanza.”
(de la homilia de San Juan Pablo II - visita pastoral a la parroquia romana Santa Cruz en Jerusalén - 25 de marzo de 1979)
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