A
este hombre extraordinario queremos preguntarle, antes de terminar, qué tiene
que decir a los hombres de hoy.
(…)
A
quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo
enseña con su ejemplo —él la encontró después de muchos años de laboriosa
búsqueda— y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta
que escribió después de su conversión. "A mí me parece que hay que conducir
de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" [256].
Y así, enseña a buscarla "con humildad, desinterés y
diligencia" [257],
a superar: el escepticismo mediante el retorno a sí mismo, donde habita la
verdad [258];
el materialismo, que impide a la mente percibir su unión indisoluble con las
realidades inteligibles [259];
el racionalismo, que, al rechazar la colaboración de la fe, se pone en
condición de no entender el "misterio" del hombre [260].
A los
teólogos, que justamente se afanan por comprender mejor el contenido de la fe,
deja Agustín el patrimonio inmenso de su pensamiento, siempre válido en su
conjunto, y especialmente el método teológico al que se mantuvo firmemente
fiel. Sabemos que este método suponía la adhesión plena a la autoridad de la
fe, una en su origen —la autoridad de Cristo [261]—,
se manifiesta a través de la Escritura, la Tradición y la Iglesia; el ardiente
deseo de comprender la propia fe —"aspira mucho a comprender" [262],
dice a los demás y se aplica a sí mismo [263]—;
el sentido profundo del misterio— "es mejor la ignorancia fiel",
exclama Agustín, "que la ciencia temeraria" [264]—;
la seguridad convencida de que la doctrina cristiana viene de Dios y tiene por
lo mismo una propia originalidad que no sólo hay que conservar en su integridad
—es ésta la "virginidad" de la fe, de la que él hablaba—, sino que
debe servir también como medida para juzgar filosofías conformes o contrarias a
ella [265].
Se
sabe cuánto amaba Agustín la Escritura, cuyo origen divino exalta [266],
así como también su inerrancia [267],
su profundidad y riqueza inagotable [268],
y cuánto la estudiaba. Pero él estudia y quiere que se estudie toda la
Escritura, que se ponga de relieve su verdadero pensamiento o, como él dice, su
"corazón" [269],
poniéndola, cuando sea preciso, de acuerdo consigo misma [270].
A estos dos presupuestos los considera leyes fundamentales para entenderla. Por
esto la lee en la Iglesia, teniendo en cuenta la Tradición, cuyas
propiedades [271] y
fuerza obligatoria [272] pone
de relieve. Es célebre su expresión: "Yo no creería en el Evangelio si no
me indujera a ello la autoridad de la Iglesia católica" [273].
En
las controversias que nacen en torno a la interpretación de la Escritura
recomienda que se discuta "con santa humildad, con paz católica, con
caridad cristiana" [274],
"hasta que la verdad salga a flote, verdad que Dios ha puesto en la
cátedra de la unidad" [275].
Entonces se podrá constatar cómo la controversia no surgió inútilmente, puesto
que se ha convertido en "ocasión de aprender" [276],
ocasionando un progreso en la inteligencia de la fe.
Hablando
un poco más a propósito sobre las enseñanzas de Agustín a los hombres de hoy, a
los pensadores les recuerda el doble objeto de toda investigación que debe
ocupar la mente humana: Dios y el hombre. "¿Qué quieres conocer?", se
pregunta a sí mismo. Y responde: "Dios y el hombre". "¿Nada más?
Absolutamente nada más" [277].
Frente al triste espectáculo del mal, recuerda a los pensadores además que
tengan fe en el triunfo final del bien, esto es, de aquella Ciudad "donde
la victoria es verdad, la dignidad santidad, la paz felicidad y la vida
eternidad" [278].
A los
hombres de ciencia les invita también a reconocer en las cosas creadas las
huellas de Dios [279] y
a descubrir en la armonía del universo las "razones seminales" que
Dios ha depositado en ellas [280].
Finalmente, a los hombres que tienen en sus manos los destinos de los pueblos
les recomienda que amen sobre todo la paz [281] y
que la promuevan no con la lucha, sino con los métodos pacíficos, porque,
escribe él sabiamente, "es título de gloria más grande matar la guerra con
la palabra que los hombres con la espada, y procurar o bien mantener la paz con
la paz, no con la guerra" [282].
Para
terminar, voy a dedicar una palabra a los jóvenes, a quienes Agustín amó mucho
como profesor antes de su conversión [283],
y como Pastor, después [284].
Él les recuerda su gran trinomio: verdad, amor, libertad; tres bienes supremos
que se dan juntos. Y les invita a amar la belleza, él que fue un gran enamorado
de ella [285].
No sólo la belleza de los cuerpos, que podría hacer olvidar la del
espíritu [286],
ni sólo la belleza del arte [287],
sino la belleza interior de la virtud [288],
y sobre todo la belleza eterna de Dios, de la que provienen la belleza de los
cuerpos, del arte y de la virtud. De Dios, que es "la belleza de toda
belleza" [289],
"fundamento, principio y ordenador del bien y de la belleza de todos los
seres que son buenos y bellos" [290].
Agustín, recordando los años anteriores a su conversión, se lamenta amargamente
de haber amado tarde esta "belleza tan antigua y tan nueva" [291],
y quiere que los jóvenes no le sigan en esto, sino que, amándola siempre y por
encima de todo, conserven perpetuamente en ella el esplendor interior de su
juventud [292].
[256] Ep.,
1, 1: PL 33, 61.
[257] De
quantitate animae, 14, 24: PL 32, 1049; cf. De
vera relig., 10, 20: PL 34, 131.
[258] Cf. De
vera relig., 39, 72: PL 34, 154.
[259] Cf. Retract., 1, 8, 2: PL 32,
594: 1, 4, 4: PL 32, 590.
[260] Cf. Ep., 118, 5,
33: PL 33, 448.
[261] Cf. Contra
Acad., 3, 20, 43: PL 32, 957.
[262] Ep.,
120, 3, 13: PL 33, 458.
[263] Cf. De
Trin., 1, 5, 8: PL 42, 825.
[264] Serm.,
27, 4: PL 38, 179.
[265] Cf. De
doctrina Christ., 2, 40, 60: PL 34, 55; De civ.
Dei, 8, 9: PL 41, 233.
[266] Cf. Enarr. in ps., 90,
d. 2, 1: PL 37, 1159-1160.
[267] Cf. Ep., 28, 3, 3: PL 33,
112; 82, 1. 3: PL 33, 277.
[268] Cf. Ep., 137, 1,
3: PL 33, 516.
[269] De
doctrina Christ., 4, 5, 7: PL 34, 91-92.
[270] Cf. De
perf. iust. hom., 17, 38: PL 44, 311-312.
[271] Cf. De
baptismo, 4, 24, 31: PL 43, 174-175.
[272] Cf. Contra
Iulianum, 6, 6-11: PL 45, 1510-1521.
[273] Contra
ep. Man. 5, 6: PL 42, 176: cf. C.
Faustum, 28, 2: PL 42, 485-486.
[274] De
baptismo, 2, 3, 4: PL 43, 129.
[275] Ep.,
105, 16: PL 33, 403.
[276] De
civ. Dei, 16, 2, 1: PL 41, 477.
[277] Solil.,
1, 2, 7: PL 32, 872.
[278] De
civ. Dei, 2, 29, 2: PL 41, 78.
[279] Cf. De
diversis quaestionibus, 83. q. 46, 2: PL 40, 29-31.
[280] Cf. De Gen. ad litt., 5,
23, 44-45: 6, 6; 17-6, 12, 20: PL 34, 337-338: 346-347.
[281] Cf. Ep., 189, 6: PL 33,
856.
[282] Ep., 229, 2: PL 33,
1020.
[283] Cf. Confess., 6, 7,
11-12: PL 32, 725; De ordine, 1, 10, 30: PL 32,
991.
[284] Cf. Ep., 26: 118; 243;
266: PL 33, 103-107; 431-449; 1054-1059; 1089-1091.
[285] Cf. Confess., 4, 13,
20: PL 32, 701.
[286] Cf. Confess., 10, 8, 15: PL 32,
785-786.
[287] Cf. Confess., 10, 34,
53: PL 32, 801.
[288] Cf. Ep., 120, 4,
20: PL 33, 462.
[289] Confess., 3, 6, 10: PL 32,
687.
[290] Solil., 1, 1, 3: PL 32,
870.
[291] Confess., 10, 27, 38: PL 32,
795.
[292] Cf. Ep. 120, 4, 20: PL 33,
462.
(JuanPablo II - de la Carta Apostolica Augustinum Hippnensem en el XVI centenario dela conversión de San Agustín)