Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).
Mostrando entradas con la etiqueta pureza. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta pureza. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de marzo de 2024

Que es la pureza (2 de 2)

 

Un análisis sobre la pureza será un complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: "No adulterarás", hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: "Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña está comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8).De este modo, Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.

Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza —pero también de la impureza moral— en el significado fundamental y más genérico de la palabra. Esto lo confirma, por ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que sus discípulos "traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las manos cuando comen" (Mt 15, 2). Jesús dijo entonces a los presentes: "No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro" (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: "... lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre: pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre"(cf. Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23).

 (de la Audiencia General de Juan Pablo II del 10 de diciembre de 1980)

jueves, 14 de marzo de 2024

Que es la pureza? (1 de 2)

 

La pureza, de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se manifiesta en el hecho de que el hombre “sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. En esta formulación cada palabra tiene un significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.

En primer lugar, la pureza es una “capacidad”, o sea, en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad, es decir, virtud, lleva a abstenerse “de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. Se trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve de modo aún más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis. Precisamente esta facultad debe ser particularmente “dominada”, ordenada y hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la “pureza” pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza.

(de la Audiencia Generalde Juan Pablo II del 28 de enero de 1981)