“También lo han llamado “el atleta de Dios” y, sin
duda, Karol Wojtyla también será recordado en la historia como un Papa
deportista. Cualquier otro Pontífice, a lo largo de los siglos pasados, se
distendía cabalgando a todo galope o jugando a los bolos en el estupendo parque
de Castelgandolfo. Pero nada más. Es por eso que Juan pablo II ha sido hasta
ahora el único sucesor de Pedro que ha practicado fútbol, natación, canotaje,
esquí y alpinismo.
Tenía diez años cuando en el patio del oratorio de
la parroquia de Wadowice, su pueblo natal, a 60 kms de Cracovia, comenzaba a
jugar al fútbol, en su rol de portero.
Sus compañeros de escuela lo habían apodado Lolek, y
a decir, verdad, también era hábil. Sobre todo valiente, si consideramos que en
aquella época los niños polacos – que eran bastante pobres – no calzaban
botines especiales para jugar al fútbol como se hace hoy, sino que usaban
calzado de montaña, a menudo con clavos, y no era de extrañar que el pequeño
Karol, por detener los lanzamientos y soportar el peso del adversario,
regresara abatido a casa de mamá Emilia y del papá, severo oficial del ejército
polaco, que no le reprendía, pero le recordaba que también con patadas y golpes
de tibia recibidos haciendo deporte podía templarse el carácter de un joven
polaco.
Los doce
años, Karol descubria las maravillas de la natación. Le fascinaba la idea de
estar y competir en el agua, pero no era fácil pues en aquella región de
Polonia el mar quedaba muy lejos, total ilusión para aquellos jóvenes que
debían aprender a nadar en los ríos. Y no era sencillo, porque las corrientes
eran fuertes y se sabe que el agua dulce no sostiene a los nadadores. Pero el
tenaz muchacho aprendió en poco tiempo la técnica de brazas largas y respiro al
ras del agua.
No solo eso, sino que además desafiaba, a bordo de
una canoa artesanal, evitando con pericia los cientos de peligros que caracterizan
un curso de agua de esta naturaleza.
Ya más tarde, cuando frecuentaba el instituto,
comienza a descubrir la fascinación por la montaña. Sentía por aquellas altas cumbres
de Polonia una especie de veneración. Se quedaba horas admirando, soñando quien
sabe qué cosa. Al presentársele la primera ocasión se unió a un grupo que partía
hacia la cadena de los montes Tatra, aquellos que marcan los límites entre Polonia
y Eslovaquia, maravillosos picos rodeados de bosques de pinos. Aprovechaba las
vacaciones de agosto para trepar, a menudo solo, por los ríspidos senderos,
hasta llegar a la altura de los 2499 mts del monte Rysy, desde cuya cima
admiraba un panorama imponente. Al fondo, el lago Morskie Oko, que los polacos
llaman “ojo de mar”.
Al joven Karol le gustaba pescar precisamente allí,
en soledad, envuelto en sus pensamientos juveniles y en sus meditaciones, que
ya prenunciaban la futura vocación de sacerdote.
Continuó practicando todos estos deportes de
sacerdote, párroco y finalmente obispo.
En 1967, la noticia que el Papa Pablo VI lo había nombrado Cardenal lo encuentra a bordo
de su bote. La llamada al Cónclave interrumpió la práctica del esquí, que había
visto como aquel joven y vigoroso Cardenal cargaba sobre su espalda un par de
viejos esquíes para deslizarse velozmente por las pendientes de nieve que
circundan Zakopane, la Chamonix de los polacos, donde las extensiones de manto
blanco se pierden a la vista del ojo humano.
Desde joven había aprendido a descender como una
gacela de invierno, a lo largo de aquellas pendientes peligrosas, jugando al
slalom entre los centenares de pinos, casi desafiando la naturaleza por la que,
sin embargo, sentía un respeto sagrado. Hasta fines del invierno de 1978 no
hubo temporada invernal que no lo hubiese visto esquiar por las pistas de los
montes Tatra.
Ya como Papa, Juan Pablo II, durante unas vacaciones
en Adamello, literalmente dejó boquiabiertos al entones presidente Pertini, que
espraba cualquier cosa enos ver a un Papa convertido en esquiador excepcional.
El jefe de Estado se acerco y le dijo: “Felicitaciones, Santidad, debo confesarle que he quedado impresionado al
verlo correr así sobre la nieve”; Karol Wojtyla, sonriendo, le respondió: “Señor
Presidente, ¡soy hijo de las montañas!”.
Este extraordinario amor por las altas cumbres, lo caracterizó
a lo largo de su vida. De joven fuerte e infatigable, y de anciano, ya al
acercarse el atardecer, a menudo secretamente, se hacía acompañar a las
montañas no lejanas a Roma y se quedaba allí en su sillón, inmóvil, admirando
aquellas rocas que en cierto sentido le recordaban las de su tierra.”
Franco Bucarelli – periodista RAI – Vaticanista
(publicado en Totus Tuus Nr. 7-8 julio/agosto 2007)
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