Gian Franco Svidercoschi, amigo y admirador del
Papa polaco lo recuerda así, en su libro Un
Papa que no muere, la herencia de Juan Pablo II, publicado en versión española
por Ediciones San Pablo(2011)
“Principios de junio de 1979. El primer regreso
de Juan Pablo II a su patria. Un papa, es más, un papa polaco, entraba por primera
vez en el corazón del imperio soviético. La Misa, justo después de su llegada,
en la plaza de la Victoria, donde tenían lugar las grandiosas manifestaciones
del régimen. Y una homilía llena de «palabras» que esa gente no oía públicamente desde hacía años. «Sin Cristo no es posible entender la historia de Polonia». Los aplausos duraron más de diez minutos, una
eternidad. Y también los dirigentes comunistas los habían oído en la televisión,
incrédulos, atónitos.
El día después, por la mañana temprano, tuvo
lugar el encuentro con los universitarios. A esa hora Varsovia era de una
belleza impresionante, fantástica. Por una parte, la iglesia de Santa Ana, una
de las más activas en el apoyo a las familias de los perseguidos; y por otra
parte, el sol que estaba saliendo sobre el Vístula. Todos tenían un nudo en la
garganta: el Papa y los jóvenes. Y al final, como si hubiera estado preparado,
aunque en absoluto fue así, los jóvenes todos juntos levantaron hacia el Papa
las pequeñas cruces de madera que llevaban en la mano.
Desde entonces esa imagen se me quedó grabada en
la memora, en el corazón. Cuando unos meses después tuve ocasión de hablar con
Juan Pablo II y él me preguntó qué era lo que más me había impresionado de ese
viaje, respondí enseguida: «¿El encuentro con los
universitarios!». Me miró sorprendido: «Y no la
Misa en la plaza de la Victoria? ¿El discurso de Gniezno? ¿Czestochowa? ¿Y la
visita a Oswiecim, al campo de Auschwitz, o al menos a Cracovia?» Y yo cada vez respondía: «No!,
los universitarios». «Pero porqué?» «Yo estaba en medio de los jóvenes, vi cómo lloraban. Vi
con qué ímpetu, un ímpetu que venía de dentro, levantaron sus pequeñas cruces hacia
usted». El Papa sonrió. Quizás no estaba de acuerdo, pero había
entendido mi punto de vista.
Realmente del encuentro con los universitarios
me quedé con la que podían ser, por así decir, sus implicaciones políticas. Ese
día intuí como las nuevas generaciones polacas estaban ya completamente
vacunadas del comunismo, de sus seducciones propagandísticas, y consecuentemente,
que era previsible que en Polonia en algún momento ocurriría algo.
Me había quedado en la superficie. No había comprendido
que la respuesta de esos jóvenes no sólo iba dirigida a un Papa hijo de su
misma tierra que, volviendo allí para encontrarse con ellos, para animarlos,
los habría sostenido así en sus batallas futuras por la libertad, por la
democracia. Por el contrario, esa respuesta era ante todo de agradecimiento a
quien, probablemente por primera vez en su vida, les había hablado d Dios, más aun,
les había revelado el rostro de Dios Padre. Un Dios misericordioso, compasivo, humilde, un
Dios que está siempre dispuesto a abrir los brazos del perdón, un Dios que es
portador de esperanza, de alegría. Y de la verdadera libertad.
Entonces en ese mar de las cruces de los
universitarios en Varsovia, había signos de un «misterio» que descubriría veintisiete años después, en el momento
de la muerte de Juan Pablo II. Porque creo que en esa increíble multitud que había
llegado a la plaza de San Pedro se podía finalmente captar el significado real,
profundo, del «misterio Wojtyla»: un Papa que, por su fe,
por cómo había llevado a cabo su misión, por sus dotes humanas, por su carisma,
fue intérprete e instrumento de la paternidad divina, y supo así mostrar al
hombre de hoy el rostro de Dios, el rostro humano de Dios.”
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