(Maurycy Gottlieb, Cristo predicando en la Sinagoga de Cafarnaúm, óleo, 1878-79. Museo Nacional de Polonia, Varsovia - Wikipedia)
“El tiempo del Evangelio
abre la puerta a un profundo conocimiento de la persona de Cristo. A este
propósito, podemos recordar las palabras del conmovedor reproche que hace Jesús
a Felipe: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? »
(Jn 14, 9). Jesús esperaba
un conocimiento penetrante y lleno de amor por parte de quien, siendo apóstol,
vivía en una relación muy estrecha con el Maestro y, precisamente por esta intimidad,
hubiera debido comprender que en él se manifestaba el rostro del Padre. «El que
me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,
9). El discípulo está llamado a descubrir en el rostro de Cristo, con la mirada
de la fe, el rostro invisible del Padre.
El Evangelio presenta el arco de la vida terrena de Cristo
como tiempo de bodas. Es
un tiempo para difundir la alegría. «¿Pueden acaso ayunar los invitados a la
boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no
pueden ayunar» (Mc 2, 19).
Jesús usa aquí una imagen sencilla y sugestiva. Él es el esposo que inaugura la
fiesta de sus bodas, bodas del amor entre Dios y la humanidad. Él es el esposo
que quiere comunicar su alegría. Los amigos del esposo son invitados a
compartirla, participando en el banquete.
Sin embargo, precisamente en el mismo marco nupcial, Jesús
anuncia el momento en el que ya no estará presente: «Días vendrán en que les
será arrebatado el novio; entonces ayunarán» (Mc 2, 20): es una clara alusión a su
sacrificio. Jesús sabe que a la alegría seguirá la tristeza. Sus discípulos
entonces «ayunarán», o sea, sufrirán participando en su pasión.
La venida de Cristo a la tierra, con toda la alegría que
conlleva para la humanidad, está relacionada indisolublemente con el sufrimiento.
La fiesta nupcial está marcada por el drama de la cruz, pero culminará en la
alegría pascual.
Este drama es el fruto del inevitable enfrentamiento de
Cristo con la potencia del mal: «La luz brilla en las tinieblas, y las
tinieblas no la vencieron» (Jn1,5). Los pecados de todos los hombres
desempeñan un papel esencial en este drama. Pero fue particularmente doloroso
para Cristo que una parte de su pueblo no lo reconociera. Dirigiéndose a la
ciudad de Jerusalén, le reprocha: «No has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19,
44).
El tiempo de la presencia terrena de Cristo era el tiempo
de la visita de Dios. Ciertamente, no faltaron quienes dieron una respuesta
positiva, la respuesta de la fe. Antes de referirse al llanto de Jesús sobre la
ciudad rebelde (cf. Lc 19, 41-44), san Lucas nos describe
su ingreso «real», «mesiánico» en Jerusalén, cuando «toda la multitud de los
discípulos, con gran alegría, se puso a alabar a Dios a grandes voces, por
todos los milagros que habían visto. Decían: "Bendito el rey que viene en
nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas"» (Lc 19, 37-38). Pero este entusiasmo
no podía ocultar, a los ojos de Jesús, la amarga evidencia de ser rechazado por
los jefes de su pueblo y por la multitud que ellos instigaban.
Por lo demás, antes de la entrada triunfal en Jerusalén,
Jesús había anunciado su sacrificio: «El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28).
Así, el tiempo de la vida terrena de Cristo se caracteriza
por su ofrenda redentora. Es el tiempo del misterio pascual de muerte y
resurrección, de la que brota la salvación de los hombres.”
(Juan
Pablo II Audiencia General 17 de diciembre de 1997)
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