“En
sus Memorias (III,
n.6), sor Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: «¿No
ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de
hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando
delante del Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?».
Gracias por haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la
Virgen Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se
pierden; de sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo
suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular
para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los
pobres y los abandonados.
Queridos
hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen los hombres, y
dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una
esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida
de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de
los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de
1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra
esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos
ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la
generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24):
lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por
alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para
encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta
la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del
mal y llevarnos a la luz.”
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