“….hoy
miramos a María, Madre de la esperanza. María ha vivido más de una noche en su
camino de madre. Desde su primera aparición en la historia de los Evangelios,
su figura se perfila como si fuera el personaje de un drama. No era un simple
responder con un “sí” a la invitación del ángel: y sin embargo Ella, mujer
todavía en plena juventud, responde con valor, no obstante nada supiese del
destino que la esperaba. María en ese instante se nos presenta como una de las
muchas madres de nuestro mundo, valientes hasta el extremo cuando se trata de
acoger en su propio vientre la historia de un nuevo hombre que nace.
Ese “sí” es el primer paso de una larga
lista de obediencias —¡larga lista de obediencias!— que acompañarán su
itinerario de madre. Así María aparece en los Evangelios como una mujer
silenciosa, que a menudo no comprende todo lo que le ocurre alrededor, pero que
medita cada palabra y acontecimiento en su corazón.
En esta disposición hay un rasgo
bellísimo de la psicología de María: no es una mujer que se deprime ante las
incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir en la dirección
correcta. No es ni siquiera una mujer que protesta con violencia, que se queja
contra el destino de la vida que revela a menudo un rostro hostil. En cambio es
una mujer que escucha: no os olvidéis de que siempre hay una gran relación
entre la esperanza y la escucha, y María es una mujer que escucha. María acoge
la existencia tal y como se nos entrega, con sus días felices, pero también con
sus tragedias con las que nunca querríamos habernos cruzados. Hasta la noche
suprema de María, cuando su Hijo está clavado en el madero de la cruz.
Hasta ese día, María casi había
desaparecido de la trama de los Evangelios: los escritores sagrados dan a
entender este lento eclipsarse de su presencia, su permanecer muda ante el
misterio de un Hijo que obedece al Padre. Pero María reaparece precisamente en
el momento crucial: cuando buena parte de los amigos se han disipado por motivo
del miedo. Las madres no traicionan, y en ese instante al pie de la cruz,
ninguno de nosotros puede decir cuál haya sido la pasión más cruel: si la de un
hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una madre
que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo. Los evangelios son
lacónicos, y extremadamente discretos. Reflejan con un simple verbo la
presencia de la Madre: Ella “estaba” (Juan 19, 25), Ella estaba. Nada dicen de
su reacción: si llorase, si no llorase... nada; ni siquiera una pincelada para
describir su dolor: sobre estos detalles se habría aventurado la imaginación de
poetas y pintores regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte
y de la literatura. Pero los Evangelios solo dicen: Ella “estaba”. Estaba allí,
en el peor momento, en el momento más cruel, y sufría con el hijo. “estaba”.
María “estaba”, simplemente estaba allí. Ahí está de nuevo la joven mujer de
Nazareth, ya con los cabellos grises por el pasar de los años, todavía con un
Dios que debe ser solo abrazado, y con una vida que ha llegado al umbral de la
oscuridad más intensa. María “estaba” en la oscuridad más intensa, pero
“estaba”. No se fue. María está allí, fielmente presente, cada vez que hay que
tener una vela encendida en un lugar de bruma y de nieblas. Ni siquiera Ella
conoce el destino de resurrección que su Hijo estaba abriendo para todos
nosotros hombres: está allí por fidelidad al plan de Dios del cual se ha
proclamado sierva en el primer día de su vocación, pero también a causa de su
instinto de madre que simplemente sufre, cada vez que hay un hijo que atraviesa
una pasión. Los sufrimientos de las madres: ¡todos nosotros hemos conocido
mujeres fuertes, que han afrontado muchos sufrimientos de los hijos!
La volveremos a encontrar en el primer
día de la Iglesia, Ella, madre de esperanza, en medio de
esa comunidad de discípulos tan frágiles: uno había renegado, muchos habían
huído, todos habían tenido miedo (cf Hechos de los Apóstoles 1,
14). Pero Ella simplemente estaba allí, en el más normal de los modos, como si
fuera una cosa completamente normal: en la primera Iglesia envuelta por la luz
de la Resurrección, pero también de los temblores de los primeros pasos que
debía dar en el mundo.”
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