(Lectura:
capítulo 1 del evangelio de san Lucas,
versículos 44-45)
capítulo 1 del evangelio de san Lucas,
versículos 44-45)
En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la
Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la
casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre,
derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al
mundo.
El
evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que
significa levantarse, ponerse en movimiento.Considerando que este
verbo se usa en los evangelios pare indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8,
31; 9, 9. 31; Lc 24, 7. 46) o acciones materiales que
comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 2728;
15, 18. 20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el
impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a
dar al mundo el Salvador.
El
texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje "con
prontitud" (Lc 1, 39). También la expresión "a la región
montañosa" (Lc 1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que
una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la
buena nueva descrito en el libro de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los
montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que
anuncia salvación, que dice a Sión: 'Ya reina tu Dios'!" (Is 52,
7).
Así
como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético
en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así también
san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que
difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del
Hijo divino.
La
dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa:
será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9,
51).
En
efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús
y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del
Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino
para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y
de todos los tiempos.
El
encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que
supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación
por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe
con la alegría de su fe pronta y disponible: "Entró en casa de Zacarías y
saludó a Isabel" (Lc 1, 40).
San
Lucas refiere que "cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el
niño en su seno" (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el
hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel,
gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo
Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Ante
el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y "quedó
llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: 'Bendita tu entre las
mujeres y bendito el fruto de tu seno' " (Lc 1, 4142).
En
virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que
Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita
entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.
La
exclamación de Isabel "con gran voz" manifiesta un verdadero
entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en
los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las
maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.
Isabel,
proclamándola "bendita entre las mujeres" indica la razón de la
bienaventuranza de María en su fe: "¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1,
45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es
la que cree.
Ante
la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye pare ella
su visita: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1,
43). Con la expresión "mi Señor", Isabel reconoce la dignidad real,
más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta
expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20,
21, etc.) y hablar del reymesías (Sal 110, 1). El ángel había
dicho de Jesús: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1,
32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más
tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que
entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20,
28; Hch 2, 3436).
Isabel,
con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la
presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del
Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de
Isabel expresan bien este papel de mediadora: "Porque, apenas llegó a mis
oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44).
La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un
preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con
la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación
divina.
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