Auschwitz, al lado de otros lager, queda símbolo dramáticamente
elocuente de las consecuencias del totalitarismo. La peregrinación a estos
lugares con el recuerdo y con el corazón, en este cincuenta aniversario, es
obligatoria. "Me arrodillo —dije en el año 1979 durante la Santa Misa
celebrada en Brzezinka, cerca de Auschwitz— sobre este Gólgota del mundo
contemporáneo"[4].
Como entonces, renuevo idealmente mi peregrinación a tales campos de
exterminio. Me paro especialmente "ante las lápidas con la inscripción en
hebreo", para recordar al pueblo "cuyos hijos e hijas estaban
destinados al exterminio total" y para confirmar que "no le es lícito
a nadie pasar con indiferencia"[5].
Como entonces, me detengo ante las lápidas en ruso, después de los cambios
sobrevenidos en la ex-Unión Soviética y recuerdo "la parte que ha tenido
este País en la última Guerra por la libertad de los pueblos"[6].
Me detengo después ante las lápidas en lengua polaca y pienso de nuevo en el
sacrificio de buena parte de la nación, que anota "una dolorosa cuenta
sobre la conciencia de la humanidad". Como dije en 1979, repito hoy:
"He elegido tres lápidas. Pero sería necesario detenerse delante de cada
una de las existentes"[7].
Sí, en este cincuenta aniversario del final de la Segunda Guerra mundial,
siento la íntima necesidad de permanecer junto a todas las lápidas, también de
aquellas que recuerdan el sacrificio de víctimas menos conocidas o incluso
olvidadas.
De esta meditación brotan interrogantes que la humanidad no puede
dejar de lado. ¿Por qué se llegó a un grado tal de envilecimiento del hombre y
de los pueblos? ¿Por qué, acabada la guerra, no se han sacado las debidas
consecuencias de tan amarga lección para todo el continente europeo?
El mundo, y en particular Europa, se dirigieron hacia aquella gran
catástrofe porque habían perdido la energía moral necesaria para hacer frente a
todo lo que les empujaba hacia la guerra. En efecto, el totalitarismo destruye
la libertad fundamental del hombre y viola sus derechos. Manipulando la opinión
pública con el martilleo incesante de la propaganda, empuja a ceder fácilmente
al recurso a la violencia y las armas y acaba por aniquilar el sentido de
responsabilidad del ser humano.
Entonces, por desgracia, no nos dimos cuenta de que cuando se
llega a pisotear la libertad, se ponen las condiciones para un peligroso
deslizamiento hacia la violencia y el odio, precursores de la "cultura de
la guerra". Precisamente esto fue lo que sucedió: no fue difícil a los
jefes conducir a las masas a la elección fatal, mediante la afirmación del mito
del hombre superior, la aplicación de políticas racistas o antisemitas, el desprecio
hacia la vida de cuantos eran considerados inútiles a causa de enfermedades o
marginación, la persecución religiosa o la discriminación política, la
reducción progresiva de las libertades por medio del control policial y el
condicionamiento psicológico derivado del uso unilateral de los medios de
comunicación social. Precisamente a estas tramas se refería el Papa Pío XI de
venerada memoria cuando, en la Encíclica Mit brennender Sorge, del 14 de marzo de
1937, hablaba de "tétricos programas" que aparecían en el horizonte[8].
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