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La Iglesia ha escogido, desde hace siglos, el jueves siguiente a la
fiesta de la Santísima Trinidad como día dedicado a una especial veneración
pública de la Eucaristía: el día del Corpus Domini. (En la Argentina
hace años como el jueves es dia laborable la solemnidad se ha trasladado al
sábado o domingo siguiente.)
La
celebramos… deseando asociar a ella toda la fe y todo el amor de Pedro y de los
Apóstoles, los cuales, el Jueves Santo, antes de Pascua, participaron en la
última Cena, es decir, en la institución de este Sacramento,
que fue siempre considerado en la Iglesia como el
más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento
de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El
sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del
sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las
almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia
peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El
sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en
nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grandes. "He aquí el pan de los
ángeles, convertido en pan de los caminantes" (secuencia), "...no
como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá
para siempre" (Jn 6, 58).
¿Por
qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini?... Esta
solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves
Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta
eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús
había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaún; al oírle, "muchos
de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían", mientras los Apóstoles
respondieron por boca de Pedro: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna" (Jn 6, 66-68). La Eucaristía encierra en sí
el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene
su anticipo y su comienzo.
"El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el
último día" (Jn 6, 54). Eso vale ya para el mismo
Cristo, que inicia su triduo pascual el Jueves Santo con la última Cena, es
condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo, y resucitará al tercer día.
La Eucaristía es el sacramento
de esa muerte y
de esa resurrección.
En
ella, el Cuerpo de Cristo se transforma verdaderamente en comida y la
Sangre en bebida para
la vida eterna, para la resurrección. En efecto, el que come ese Cuerpo
eucarístico del Señor y bebe en la Eucaristía la Sangre derramada por El para
la redención del mundo, llega a esa comunión con Cristo, de la que el Señor
mismo dice: "Permanece en mí y yo en él" (Jn 15,
4). Y el hombre, permaneciendo en Cristo, en el Hijo que vive del Padre, vive
también, mediante El, de esa vida que constituye la unión del Hijo con el Padre
en el Espíritu Santo: vive la vida divina.
Celebramos,
por tanto, la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo el jueves después
de la Santísima
Trinidad, para poner de relieve precisamente esa Vida que
nos da la Eucaristía. Mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo permanece en
ella un reflejo más completo de la Santísima Trinidad, de modo que la Vida
divina es
participada, en este sacramento, por nuestras almas. Este es el
misterio más profundo, más íntimo que asumimos con todo nuestro corazón, con
todo nuestro "yo" interior. Y lo vivimos en la intimidad,
en el recogimiento más
profundo, sin encontrar ni las palabras justas, ni los gestos adecuados para
corresponder a él. Las palabras más exactas quizá sean éstas: "Señor, yo
no soy digno de que entres bajo mi techo..." (Mt 8,
8), unidas a una actitud de adoración profunda.
Sin
embargo, existe un único día —y un determinado tiempo— en el que nosotros
queremos dar, a una realidad tan íntima, una especial expresión exterior y
pública. Esto sucede precisamente hoy. Es una expresión de amor y de
veneración.
Cristo
pensando en su muerte, de la que dejó su propio memorial en la Eucaristía, ¿no
dijo acaso una vez "Padre, glorifícame cerca de Ti mismo, con la gloria
que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese" (Jn 17,
5)?
Cristo
permanece en esa gloria después de la resurrección. El sacramento de su
expoliación y de su muerte es al mismo tiempo el sacramento de esa gloria en la
que permanece. Y aunque a la glorificación, de que goza en Dios, no corresponda
ninguna expresión adecuada de adoración humana, es justo sin embargo, que con
la Eucaristía del Jueves Santo se enlace también esa
liturgia especial de adoración, que lleva consigo la fiesta de hoy. Este es
el día en que no solamente recibimos la Hostia de la vida eterna, sino que
también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en
procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la
vida terrena.
Caminamos
por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los
que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo,
trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones,
allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que,
gracias al Cuerpo del Señor, todos tienen o pueden tener en sí la vida (cf. Jn 6, 52
Y para que respeten esa nueva vida que hay en el hombre.
¡Iglesia
santa, alaba a tu Señor! Amén.
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