"¿Cómo vive un Papa en el Vaticano? ¿Cómo se desarrolla su jornada? ¿Consigue conciliar el tiempo dedicado a la oración con el ritmo laboral? Consigue recortar una parcela para su vida privada en el marco de una actividad que, ligada como está a sus responsabilidades como cabeza de la Iglesia universal, es pública en cada momento?
Yo, naturalmente, hablaré de Juan Pablo II, junto al que he vivido. Pero quizás pueda permitirme hacer referencia a los últimos pontífices. Y decir que, aunque el Vaticano es una «estructura» que cuenta necesariamente con unas reglas, y por lo tanto, con una uniformidad de comportamientos – que afecta también a los pontífices -, cada Papa ha sabido, con su personalidad y con su talento, invertir esta situación. Es decir, ha sabido imponer s propio estilo de vida espiritual, pero también ¿Cómo decirlo? humano a la gran «maquina» vaticana.
Esto, como he podido constatar, es algo que, sin duda, ha sabido hacer Karol Wojtyla. Al principio, era inevitable, con algo de «nostalgia» por un pasado caracterizado por una mayor libertad y protocolo menos rígido. Pero luego se ha adaptado rápidamente a su papel, tanto que más de uno habrá preguntado – bromeo por supuesto – donde había realizado el «aprendizaje». Y, al mismo tiempo, ha asumido una forma de vida – también en el Vaticano, también siendo Papa – muy similar a la que siempre había llevado.
Esto, como he podido constatar, es algo que, sin duda, ha sabido hacer Karol Wojtyla. Al principio, era inevitable, con algo de «nostalgia» por un pasado caracterizado por una mayor libertad y protocolo menos rígido. Pero luego se ha adaptado rápidamente a su papel, tanto que más de uno habrá preguntado – bromeo por supuesto – donde había realizado el «aprendizaje». Y, al mismo tiempo, ha asumido una forma de vida – también en el Vaticano, también siendo Papa – muy similar a la que siempre había llevado.
Por lo tanto, ya que he aludido a ello, comienzo por los «desgarros» de los primeros tiempos, cuando el Santo Padre tenía alguna que otra dificultad para acostumbrarse no tanto a estar «encerrado» en el Vaticano como a tener que hacerlo durante largos períodos.
Para explicarme mejor, las excursiones fuera de Roma, sobre todo a la montaña, le regalaban –era la expresión que usaba, un «regalo» la oportunidad de meditar y, sobre todo, de rezar. Aquel escenario era connatural a su espiritualidad. En las montañas contemplaba la obra de Dios y se abandonaba al Creador. Durante la comida, como es lógico, charlábamos. Pero, apenas terminaba de comer, se iba a caminar, él solo, a veces durante horas: así, decía, estaba con Dios con los siete sentidos. Era como si durante aquellas excursiones repusiera fuerzas. Y además, sacaba tiempo para leer y hasta para preparar los textos de su magisterio.
Fueron más de un centenar de «expediciones», casi todas por el Abruzo. Y al principio nadie sabía nada, ni en el Vaticano ni en la prensa.
La primera vez fue casi una «fuga». Hacía tiempo que deseábamos que el Santo Padre pudiese no sólo volver a esquiar, sino a zambullirse en la vida cotidiana de la gente, así que nos decidimos a intentarlo. No recuerdo de quién partió la idea, pero probablemente fue una iniciativa colectiva, surgida durante el almuerzo. En cualquier caso, la localidad elegida, Ovindoli, fue la sugerida por don Tadeusz Rakoczy que conocía bien la zona porque iba allí a esquiar. Por seguridad, dos o tres días antes, don Josef Kowalczyk y él fueron a «observar el terreno» para evitar imprevistos.
Si no recuerdo mal, fue el 2 de enero de 1981. Salimos hacia las nueve, en el coche de don Josef, para no llamar la atención a la salida del palacio de Castelgandolfo, donde estaba situada la Guardia suiza. Don Josef conducía: en el asiento del copiloto estaba don Tadeusz, que fingía leer el periódico, que llevaba abierto completamente, para «ocultar» al Santo Padre, sentado justo detrás de él, a mi lado.
Don Josef conducía con mucho cuidado, respetando los límites de velocidad, aminorando ante los pasos de cebra. ¡No queríamos ni pensar en lo que podría ocurrir en caso de accidente o si se rompía el coche!
Cruzamos varios pueblos: el Papa, a través del cristal de la ventanilla, pudo disfrutar observando escenas de la vida cotidiana. Cuando llegamos, nos detuvimos en las afueras de Ovindoli, cerca de una de las pistas, pero en un lugar donde no había prácticamente nadie. Y allí comenzó aquella jornada maravillosa, inolvidable. Las montañas alrededor. Toda la naturaleza cubierta de blanco. Aquel gran silencio que te permitía concentrarte, rezar. El santo Padre logró hasta esquiar. Estaba feliz con el «regalo» que le habíamos hecho. Ya de regreso, nos dijo, sonriendo: «¡Al final lo hemos conseguido!». Y en los días siguientes continuo dándonos las gracias y recordando los mejores momentos vividos durante la «expedición».
La primera vez fue casi una «fuga». Hacía tiempo que deseábamos que el Santo Padre pudiese no sólo volver a esquiar, sino a zambullirse en la vida cotidiana de la gente, así que nos decidimos a intentarlo. No recuerdo de quién partió la idea, pero probablemente fue una iniciativa colectiva, surgida durante el almuerzo. En cualquier caso, la localidad elegida, Ovindoli, fue la sugerida por don Tadeusz Rakoczy que conocía bien la zona porque iba allí a esquiar. Por seguridad, dos o tres días antes, don Josef Kowalczyk y él fueron a «observar el terreno» para evitar imprevistos.
Si no recuerdo mal, fue el 2 de enero de 1981. Salimos hacia las nueve, en el coche de don Josef, para no llamar la atención a la salida del palacio de Castelgandolfo, donde estaba situada la Guardia suiza. Don Josef conducía: en el asiento del copiloto estaba don Tadeusz, que fingía leer el periódico, que llevaba abierto completamente, para «ocultar» al Santo Padre, sentado justo detrás de él, a mi lado.
Don Josef conducía con mucho cuidado, respetando los límites de velocidad, aminorando ante los pasos de cebra. ¡No queríamos ni pensar en lo que podría ocurrir en caso de accidente o si se rompía el coche!
Cruzamos varios pueblos: el Papa, a través del cristal de la ventanilla, pudo disfrutar observando escenas de la vida cotidiana. Cuando llegamos, nos detuvimos en las afueras de Ovindoli, cerca de una de las pistas, pero en un lugar donde no había prácticamente nadie. Y allí comenzó aquella jornada maravillosa, inolvidable. Las montañas alrededor. Toda la naturaleza cubierta de blanco. Aquel gran silencio que te permitía concentrarte, rezar. El santo Padre logró hasta esquiar. Estaba feliz con el «regalo» que le habíamos hecho. Ya de regreso, nos dijo, sonriendo: «¡Al final lo hemos conseguido!». Y en los días siguientes continuo dándonos las gracias y recordando los mejores momentos vividos durante la «expedición».
Stanislao Dziwisz Una Vida con Karol – conversación con Gian Franco Svidercoschi (La Esfera de los Libros, Madrid, 2008)
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