Con el paso de los años, el Santo Padre tuvo que ir alargando el tiempo que dedicaba al descanso por la tarde, seguido de la oración. Apenàs podía, y lo hizo casi hasta los últimos tiempos, salía a la terraza, tanto en invierno (con un abrigo negro sobre los hombros) como en verano. Era su lugar preferido. Se detenía a meditar ante las diversas imágenes, en particular ante un pequeño altar con la efigie de la Virgen de Fátima. Rezaba siempre el rosario, la oración que más le gustaba. Todos los jueves guardaba la hora santa. EL viernes hacía el Vía Crucis, se encontrase en el lugar del mundo en el que se encontrase, en un avión o en un helicóptero, como aquella vez que se dirigía en vuelo hacia Galilea.
La misa, la recitación del breviario, las frecuentes visitas al Santísimo, el recogimiento, las devociones, la confesión semanal, las prácticas de piedad (observo el ayuno total hasta edad muy avanzada) eran momentos fundamentales que constituían la trama cotidiana de su vida espiritual, es decir de su estar constantemente en intimidad con Dios. Quiero aclarar, que no era, en absoluto un “santurrón”. Êl estaba enamorado de Dios. Se alimentaba de Dios. Y cada día comenzaba de nuevo, siempre encontraba palabras nuevas para rezar, para hablar con el Señor…
Más tarde, en las audiencias vespertinas, recibía a sus colaboradores más estrechos: el lunes y el jueves al secretario de Estado; el martes al sustituto; el miércoles al secretario de la II Sección de la Secretaría: al que los periodistas llaman el «ministro de Asuntos Exteriores»; el viernes, al prefecto (que, desde 1981, ha sido el cardenal Joseph Ratzinger) o al Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe: y el sábado al prefecto de la Congregación para los Obispos.
Llegaba la hora de la cena. También entonces había invitados. Exponentes de la curia, los directores del Gabinete de Prensa y de L’Osservatore Romano, colaboradores con los que el Papa ponía a punto discursos o el programa de trabajo, amigos que estaban de paso por Roma, como el padre Tadeusz Styczen, su sucesor en la cátedra de Ética der Lublin, que pasaba con él las vacaciones.
La casa de Juan Pablo II estaba siempre abierta a los demás. Le gustaba estar con la gente, escucharla, interesarse por sus problemas, discutir sobre este o aquel tema, sobre algún hecho que hubiera ocurrido. Mantenía relaciones cordiales también con personalidades de la política italiana. Entre éstos, el presidente de la República, Sandro Pertini, que estaba muy unido al Papa y que después del atentado contra el Santo Padre permaneció en el hospital Gemelli hasta que terminó la operación; le llamaba con frecuencia por teléfono, le gustaba saludarle incluso cuando se iba de vacaciones al extranjero. Y el presidente Carlo Azeglio Ciampi y la señora Franca, siempre tan interesada por la salud del Santo Padre.
El Papa quería estar siempre informado de todo. Leía la prensa y L’Osservatore Romano. Por las noches veía la televisión, que estaba en el comedor, a su izquierda. La primera parte del telediario, pero también programas grabados en video, documentales; y no le disgustaban las películas a soggetto. Me decía: «me estimulan el pensamiento».
Después de la cena se ocupaba de los documentos que le llegaban, siempre en un maletín viejo, de la secretaría de Estado. Luego se entregaba a la lectura: leía literatura, libros que le habían llamado la atención. Acudía a la capilla para la última oración, el último coloquio con el Señor: Por último todas las noches, desde la ventana de su cuarto contemplaba Roma, toda iluminada y la bendecía. Y con aquel signo de la cruz sobre «su ciudad», concluía la jornada y se iba a dormir.
La misa, la recitación del breviario, las frecuentes visitas al Santísimo, el recogimiento, las devociones, la confesión semanal, las prácticas de piedad (observo el ayuno total hasta edad muy avanzada) eran momentos fundamentales que constituían la trama cotidiana de su vida espiritual, es decir de su estar constantemente en intimidad con Dios. Quiero aclarar, que no era, en absoluto un “santurrón”. Êl estaba enamorado de Dios. Se alimentaba de Dios. Y cada día comenzaba de nuevo, siempre encontraba palabras nuevas para rezar, para hablar con el Señor…
Más tarde, en las audiencias vespertinas, recibía a sus colaboradores más estrechos: el lunes y el jueves al secretario de Estado; el martes al sustituto; el miércoles al secretario de la II Sección de la Secretaría: al que los periodistas llaman el «ministro de Asuntos Exteriores»; el viernes, al prefecto (que, desde 1981, ha sido el cardenal Joseph Ratzinger) o al Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe: y el sábado al prefecto de la Congregación para los Obispos.
Llegaba la hora de la cena. También entonces había invitados. Exponentes de la curia, los directores del Gabinete de Prensa y de L’Osservatore Romano, colaboradores con los que el Papa ponía a punto discursos o el programa de trabajo, amigos que estaban de paso por Roma, como el padre Tadeusz Styczen, su sucesor en la cátedra de Ética der Lublin, que pasaba con él las vacaciones.
La casa de Juan Pablo II estaba siempre abierta a los demás. Le gustaba estar con la gente, escucharla, interesarse por sus problemas, discutir sobre este o aquel tema, sobre algún hecho que hubiera ocurrido. Mantenía relaciones cordiales también con personalidades de la política italiana. Entre éstos, el presidente de la República, Sandro Pertini, que estaba muy unido al Papa y que después del atentado contra el Santo Padre permaneció en el hospital Gemelli hasta que terminó la operación; le llamaba con frecuencia por teléfono, le gustaba saludarle incluso cuando se iba de vacaciones al extranjero. Y el presidente Carlo Azeglio Ciampi y la señora Franca, siempre tan interesada por la salud del Santo Padre.
El Papa quería estar siempre informado de todo. Leía la prensa y L’Osservatore Romano. Por las noches veía la televisión, que estaba en el comedor, a su izquierda. La primera parte del telediario, pero también programas grabados en video, documentales; y no le disgustaban las películas a soggetto. Me decía: «me estimulan el pensamiento».
Después de la cena se ocupaba de los documentos que le llegaban, siempre en un maletín viejo, de la secretaría de Estado. Luego se entregaba a la lectura: leía literatura, libros que le habían llamado la atención. Acudía a la capilla para la última oración, el último coloquio con el Señor: Por último todas las noches, desde la ventana de su cuarto contemplaba Roma, toda iluminada y la bendecía. Y con aquel signo de la cruz sobre «su ciudad», concluía la jornada y se iba a dormir.
Stanislao Dziwisz Una Vida con Karol – conversación con Gian Franco Svidercoschi (La Esfera de los Libros, Madrid, 2008)
2 comentarios:
Que suerte tenemos los católicos de tener unos Papas tan sabios, tan rectos y tan Santos.
Un abrazo, amiga
Asi es, es verdad! y muchas gracias Vicente por la visita.
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