“Nos
postramos ante el Hijo de Dios. Nos unimos espiritualmente a la admiración de
María y de José. Adorando a Cristo, nacido en una gruta, asumimos la fe llena
de sorpresa de aquellos pastores; experimentemos su misma admiración y su misma
alegría.
Es difícil no dejarse convencer por la
elocuencia de este acontecimiento: nos quedamos embelesados. Somos testigos de
aquel instante del amor que une lo eterno a la historia: el "hoy" que
abre el tiempo del júbilo y de la esperanza, porque "un hijo se nos ha
dado. Sobre sus hombros la señal del principado" (Is 9,5),
como leemos en el texto de Isaías.
Ante el Verbo encarnado ponemos las
alegrías y temores, las lágrimas y esperanzas. Sólo en Cristo, el hombre nuevo,
encuentra su verdadera luz el misterio del ser humano.
Con el apóstol Pablo, meditamos que en
Belén "ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos
los hombres" (Tt2,11). Por esta razón, en la noche de Navidad
resuenan cantos de alegría en todos los rincones de la tierra y en todas las
lenguas.
Esta noche, ante nuestros ojos se
realiza lo que el Evangelio proclama: "Tanto amó Dios al mundo que dio
a su Hijo único, para que todo el que crea en él...tenga vida" (Jn 3,16).
¡Su Hijo unigénito!
¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del
Dios vivo, venido en la gruta de Belén! Después de dos mil años vivimos de
nuevo este misterio como un acontecimiento único e irrepetible. Entre tantos
hijos de hombres, entre tantos niños venidos al mundo durante estos siglos,
sólo Tú eres el Hijo de Dios: tu nacimiento ha cambiado, de modo inefable, el
curso de los acontecimiento humanos.”
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