“ El Santo de
Fontiveros es el gran maestro de los senderos que conducen a la unión con Dios….
El indica los caminos del conocimiento mediante la fe, porque sólo tal
conocimiento en la fe dispone el entendimiento a la unión con el Dios vivo.
¡Cuántas
veces, con una convicción que brota de la experiencia, nos dice que la fe es el
medio propio y acomodado para la unión con Dios! Es suficiente citar un célebre
texto del libro segundo de la “Subida del Monte Carmelo”: “La fe es sola el
próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios... Porque así
como Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito; y así como es Trino y
Uno, nos le propone Trino y Uno... Y así, por este solo medio, se manifiesta
Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y por tanto cuanto
más fe tiene el alma, más unida está con Dios” (Idem, Subida del Monte
Carmelo, II, 9, 1).
Con
esta insistencia en la pureza de la fe, Juan de la Cruz no quiere negar que el
conocimiento de Dios se alcance gradualmente desde el de las criaturas; como
enseña el libro de la Sabiduría y repite San Pablo en la Carta a los Romanos
(cf. Rm 1, 18-21; cf. S. Juan de la Cruz, Cántico
espiritual, 4, 1). El Doctor Místico enseña que en la fe es también
necesario desasirse de las criaturas, tanto de las que se perciben por los
sentidos como de las que se alcanzan con el entendimiento, para unirse de una
manera cognoscitiva con el mismo Dios. Ese camino que conduce a la unión, pasa
a través de la noche oscura de la fe.
El
acto de fe se concentra, según el Santo, en Jesucristo; el cual, como ha
afirmado el Vaticano II, a es a la vez el mediador y la plenitud de toda la
revelación” (Dei Verbum, 2). Todos conocen la maravillosa
página del Doctor Místico acerca de Cristo como Palabra definitiva del Padre y totalidad
de la revelación, en ese diálogo entre Dios y los hombres: “El es toda mi
locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he
ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano,
compañero y maestro, precio y premio” (Subida del Monte Carmelo, II, 22,
5).
Y
así, recogiendo conocidos textos bíblicos (cf. Mt 17, 5; Hb 1,1),
resume: “Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que
no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no
tiene más que hablar” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 3). Por eso la
fe es la búsqueda amorosa del Dios escondido que se revela en Cristo, el Amado
(Cántico espiritual, I, 1-3. 11).
Sin
embargo, el Doctor de la fe no se olvida de puntualizar que a Cristo lo
encontramos en la Iglesia, Esposa y Madre; y que en su magisterio encontramos
la norma próxima y segura de la fe, la medicina de nuestras heridas, la fuente
de la gracia…..
[…]
Al
hombre de hoy angustiado por el sentido de la existencia, indiferente a veces
ante la predicación de la Iglesia, escéptico quizá ante las mediaciones de la
revelación de Dios, Juan de la Cruz invita a una búsqueda honesta, que lo
conduzca hasta la fuente misma de la revelación que es Cristo, la Palabra y el
Don del Padre. Lo persuade a prescindir de todo aquello que podría ser un
obstáculo para la fe, y lo coloca ante Cristo. Ante El que revela y ofrece la
verdad y la vida divinas en la Iglesia, que en su visibilidad y en su humanidad
es siempre Esposa de Cristo, su Cuerpo Místico, garantía absoluta de la verdad
de la fe (cf. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Prol., 1).
[…]
Juan
de la Cruz siguió las huellas del Maestro, que se retiraba a orar en parajes
solitarios (Subida del Monte Carmelo, III, 44, 4). Amó la soledad sonora
donde se escucha la música callada, el rumor de la fuente que mana y corre
aunque es de noche. Lo hizo en largas vigilias de oración al pie de la
Eucaristía, ese “vivo pan” que da la vida, y que lleva hasta el manantial
primero del amor trinitario.
[…]
Una de las cosas que más llaman la atención en
los escritos de San Juan de la Cruz es la lucidez con que ha descrito el
sufrimiento humano, cuando el alma es embestida por la tiniebla luminosa y
purificadora de la fe….. El Doctor Místico nos enseña la necesidad de una
purificación pasiva, de una noche oscura que Dios provoca en el creyente, para
que más pura sea su adhesión en fe, esperanza y amor. Sí, así es. La fuerza
purificadora del alma humana viene de Dios mismo. Y Juan de la Cruz fue
consciente, como pocos, de esta fuerza purificadora. Dios mismo purifica el
alma hasta en los más profundos abismos de su ser, encendiendo en el hombre la
llama de amor viva: su Espíritu.
[…]
El
hombre moderno, no obstante sus conquistas, roza también en su experiencia
personal y colectiva el abismo del abandono, la tentación del nihilismo, lo
absurdo de tantos sufrimientos físicos, morales y espirituales. La noche
oscura, la prueba que hace tocar el misterio del mal y exige la apertura de la
fe, adquiere a veces dimensiones de época y proporciones colectivas.
[…]
Juan
de la Cruz, con su propia experiencia, nos invita a la confianza, a dejarnos
purificar por Dios; en la fe esperanzada y amorosa, la noche empieza a conocer
“los levantes de la aurora”; se hace luminosa como una noche de Pascua —“O vere
beata nox!”, “¡Oh noche amable más que la alborada!”— y anuncia la resurrección
y la victoria, la venida del Esposo que junta consigo y transforma al
cristiano: “Amada en el Amado transformada”.
¡Ojalá
las noches oscuras que se ciernen sobre las conciencias individuales y sobre
las colectividades de nuestro tiempo, sean vividas en fe pura; en esperanza
“que tanto alcanza cuanto espera”; en amor llameante de la fuerza del Espíritu,
para que se conviertan en jornadas luminosas para nuestra humanidad dolorida,
en victoria del Resucitado que libera con el poder de su cruz!”
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