El sudor y la fatiga, que
el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen
al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la
posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar.85 Esta
obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de
cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por
nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención
de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la
cruz de cada día86 en
la actividad que ha sido llamado a realizar.
Cristo «sufriendo la muerte por todos nosotros,
pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo
echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero, al mismo
tiempo, «constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que
le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud
de su Espíritu en el corazón del hombre... purificando y robusteciendo también,
con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana
intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra
a este fin».87
En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña
parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con
el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz
que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos
siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo
bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva»,88 los
cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el
hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma,
por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo
humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo
que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y
bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
(de la Enciclica Laborem exercens, n. 27 de Juan Pablo II)
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