“El Miércoles de Ceniza ha dado comienzo a la Cuaresma. Cada uno de
nosotros ha elegido, guiado por la fe, volver a escuchar aquellas palabras
«….polvo eres y en polvo te convertirás»(Gen 3,19) Estas palabras al mismo
tiempo que nos recuerdan el destino del cuerpo sometido a la prueba de la
muerte después del pecado original indirectamente significan la llamada
especifica del ser humano. Este no se convierte en polvo a la par del cuerpo,
sino que es llamado, a través de la prueba de la vida terrena, a madurar al
eterno encuentro con Dios, su Creador y Padre.
Durante la Cuaresma la Iglesia se empeña en representar visiblemente
la gran verdad de la redención. Junto a la Iglesia nos habíamos acercado al
misterio de la encarnación durante el período natalicio; ahora, en el periodo
de Cuaresma – siempre a la par del ritmo vital de la Iglesia – nos preparamos a
penetrar en el misterio de la redención, que encarnó el mismo Hijo de Maria,
Jesucristo.
El misterio de la redención comprende ante todo el inmenso amor del
Padre Eterno por nosotros: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
(Jn, 3,16) Más aún el mismo misterio nos introduce en la verdad del
gran valor del alma humana: es por ella que el Hijo de Dios decide someterse a
la pasión y a la muerte.
Es esta la motivación con la cual el misterio de la redención nos
invita a valorar la vida humana profunda y responsablemente. «Rescatados a
un altísimo precio» (Pt 1, 18-19) nuestra existencia posee un gran valor.
«Humillaos ante el Señor y bajad la cabeza» repite la Iglesia
casi todos los días durante la liturgia cuaresmal. Que sea ésta nuestra actitud
de ingreso en un periodo tan importante de la vida cristiana. Humillarse quiere
decir mirar a los ojos a la verdad evangélica, no solo para conocerla, sino
para vivirla. Vivir la verdad conocida del Evangelio, significa convertirse
cada vez mas a Dios. Durante la Cuaresma Dios mismo viene a nuestro encuentro
en esta obra de conversión: y a tal fin le habla a cada uno de nosotros – a
través de la liturgia de la Iglesia – con palabras llenas de
convencimiento y amor. Pero sobre todo nos habla con el sacrificio de sí
mismo, cumplido en la cruz.
La cruz misma, expresión del sacrificio es más convincente que
cualquier palabra. Ante ella debemos detenernos en meditación y contrición.
Actitudes estas a dirigir, a partir de los primeros días de la
Cuaresma, nuestro deseo, el deseo de todos, hacia el gran encuentro con Dios,
que se realiza en el sacramento de la penitencia. Dediquémosle un primer
plano al carácter formativo de este sacramento que, aceptado con plena sinceridad,
ayuda al hombre a madurar interiormente; a vivir la verdad de la propia
vocación.
Cada hombre – niño o joven que afronta todo tipo de dificultades, o la
persona madura, responsable de sí mismo y de los demás, y los ancianos,
cercanos a rendir cuenta de su vida – todo hombre repito, encuentra en el
sacramento de la penitencia el medio indispensable para conocerse a sí mismo y
para dirigirse rectamente a Dios.
Que la confesión se convierta en una verdadera premura de parte de
sacerdotes y padres, como así también de jóvenes y niños: aprendamos a
acercarnos cada vez más a la fuente. Que más le podemos dar a la Iglesia, a
Cristo mismo en su cuerpo Místico, que un sincero arrepentimiento de nuestras
actitudes y de las de nuestro prójimo. La Iglesia, como Cuerpo Místico de
Cristo, necesita de nuestro don, de nuestra ofrenda espiritual. Cada uno de
nosotros debe no solo recibir sino también completar la obra de la redención.
[…]
Pero para poder cumplir sus deberes hacia el Redentor la humanidad de
hoy necesita – y eso lo sabemos – ser apoyada con la oración. La
Cuaresma….no puede dejar de ofrecer una contribución importante a la renovación
de la Iglesia. La búsqueda de la perfección, los retiros espirituales,
las confesiones, la santa Comunión tienen valor para toda la Iglesia,
infundiéndole vida a la renovación iniciada por el Concilio. Y si las prácticas
religiosas – hoy tan limitadas (*) – no nos permiten ofrecer mucho a nuestro
Creador y Padre, tratemos de suplementarlas con un esfuerzo interior más profundo.
No seamos meros espectadores silenciosos ante la cruz, convirtámonos más bien
en testimonios y testigos «de hecho y en verdad» (1, Jn 3, 18) Que sea por lo tanto nuestro
trabajo interior un continuo reflejo de nuestras relaciones con el prójimo y con
toda la sociedad, porque así seremos reconocidos como discípulos de Cristo.
Oremos y al mismo tiempo esforcémonos para que esta Cuaresma produzca
en nosotros aquellos frutos que con la ayuda de Dios, Jesucristo, nos
hagan merecedores de nuestra fe.
Que Jesucristo, nuestro Redentor, os bendiga a todos durante el camino
cuaresmal.”
Karol Wojtyla - Cuaresma 1963
(*) en pleno régimen comunista en Polonia
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