Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística. Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez más y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el «santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar
constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su
Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la
certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los
muertos no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su
Evangelio. «La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de
Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: «Dios dio a
todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los
muertos» (Hch 17, 31).
(Benedicto
XVI de la Audiencia General del 26 de marzo de 2008)
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