Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

jueves, 13 de julio de 2023

Las »raíces« hebreas de Juan Pablo II – Stanislaw Dziwisz (2 de 2)

 


 (de la conversación con Gian Franco Svidercoschi - Una vida con Karol)

 

(Svidercoschi) Ahora se podrá entender mejor porque, siendo ya Papa, Karol Wojtyla fue a Oswiecim (Auschwitz) a decir: «No podía dejar de venir aquí». Y por que hizo lo que, en dos mil años de historia, no había hecho jamás ningún jefe de la Iglesia católica: entrar en una sinagoga. Cumpliendo un gesto histórico de solidaridad y de reparación hacia todos los judíos, los de todas las épocas.

 

(Dziwisz) En febrero de 1981 el Santo Padre fue a haer una visita pastoral a una parroquia romana, San Carlos en Catinari. Como no estaba muy lejos del barrio del gueto, se organizó un encuentro entre el Papa y el rabino, Elio Toaff, en la sacristía. Todo muy privado, muy breve, pero también por primera veza. El hielo ya estaba roto.

Cinco años después, siempre en febrero, Juan Pablo II estaba hablando con sus colaboradores, durante la comida, sobre un futuro viaje a Estados Unidos. El arzobispo de Los Angeles le había propuesto al Pontífice que visitara la sinagoga de la ciudad. Al llegar a ese punto, alguien saltó «Santo Padre, porque no empieza por su diócesis»)?

Y así, comenzó por Roma. Satisfaciendo un deseo que, por otro lado, Juan Pablo II alimentaba desde hacia tiempo.

 

Hacía falta un Papa como él, hijo de una nación que también había experimentado trágicamente la barbarie de la guerra y de los campos de concentración, para repetir las afirmaciones del Concilio contra la Shoá, contra el antisemitismo. Afirmaciones que, hechas allí, en la sinagoga de Roma, asumían sin embargo un valor rompedor

 

Es verdad. Hacía falta un Papa como él, con su historia, para hablar de forma creíble acerca de las raíces hebreas del cristianismo, para recordar y volver a proponer la unión espiritual que une indeleblemente a judíos y cristianos.

Hacía falta un Papa como él, que siempre ha considerado el catolicismo en la misma línea del Antiguo Testamento, y así lo ha vivido siempre, para rezar junto a los hermanos mayores, como los ha llamado, aludiendo a su fe, a su gran amor por las Sagradas Escrituras.

Y para el santo Padre, al final de la visita, no podía haber mejor resultado que las palabras que le dirigió el rabino Toaff en el coloquio privado, extraoficialmente: «Los judíos os estamos muy agradecidos a los católicos porque habéis difundido por el mundo la idea del Dios  monoteísta.»

 

Por fin, judíos y cristianos, podían comenzar a caminar juntos. Aunque no sin dificultades y controversias. Como cuando se abrió un convento de carmelitas en Oswiecim (Auschwitz). O ante las críticas por parte de los judíos a las reticencias (o a lo que juzgaron como tales) de los documentos vaticanos a la hora de reconsiderar la historia pasada, especialmente  el pontificado de Pio XII y sus presuntos «silencios».

Pero Juan Pablo II siempre conseguía acallar las críticas con palabras contundentes, definitivas. Admitiendo la excesiva blandura de la resistencia e spiritual de muchos cristianos ante el nazismo. Rubricando lo irrevocable de la elección divina del pueblo judío, y el carácter único y especifico de la Shoá.

Hasta que al fin, durante el Jubileo de 2000, llego el momento de la peregrinación a Tierra Santa.

 

Cuando entramos en el mausoleo de Yad Vashem, comprendí por la emoción que se leía en su rostro por que el Santo Padre tenía tanto interés en realizar esa visita. Y creo que ea emoción era solo  una ínfima parte de los sentimientos que experimentaba por dentro. Y que compartía con sus amigos judíos, que estaban a su lado.

Quizá, digo, porque sólo lo imagino, quizá el Santo Padre, sintiendo que se aproximaba el fin, pensaba que no había hecho lo suficiente para honrar a las víctimas de la Shoá, para condenar todo cuanto (hombres e ideología) había originado aquella tragedia. Y por eso esperaba con impaciencia el momento de entrar en el Memorial para rezar una oración en memoria de los seis millones de  judíos asesinados solo porque eran judíos. Y entre esos seis millones, una cifra estremecedora: casi un millón y medio de niños.

Y allí, con aquel peso terrible encima, la osa más justa que se podía hacer fue, como hizo el Santo Padre, reducirlas palabras al máximo y dejar, en cambio que «hablase» el silencio. El silencio del corazón. El silencio de la memoria.

En ese momento, como si quisiera apoyarlo y expresarle que entendía perfectamente lo que estaba sintiendo, el primer ministro israelí, Ehud Barak, se acerco al Papa: «No hubiera podido decir usted más de lo que ha dicho!»

Y ahora, siguiendo el hilo de los recuerdos, quisiera rememorar otro gran gesto del Santo Padre. No un gesto dirigido a los medios, no un gesto público, sino un gesto que nacia de su profunda fe. Hablo de la visita al Muro de las Lamentaciones.

El Santo Padre leyó en voz baja el folleto que tenia entre las manos: era la petición de perdón al pueblo judío que ya había sido leída en San Pedro y que el había querido llevar allí. Avanzo unos pasos y metió la pequeña hoja de papel en una de las hendiduras del Muro.

Me pregunte qué significado tendría para los judíos aquella imagen. La respuesta la obtuve pocos días después, leyendo un periódico. Había una declaracion de Elie Wiesel, judío. Premio Noble de la Paz: «Cuando era pequeño me daba miedo pasar delante de una iglesia, ahora todo ha cambiado…»

 

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