El
creyente sabe que la presencia del mal va siempre acompañada de la presencia
del bien, de la gracia. San Pablo ha
escrito: «Pero el don de la gracia no es como la caída; si, en efecto, por la caída
de uno solo murieron todos, mucho más la gracia de Dios y el don concedido por
la gracia de un solo hombre, Jesucristo, han sido concedidos en abundancia a
todos los hombres» (Rm 5, 15)
Estas
palabras conservan toda su actualidad también en nuestros días. La Redención continúa.
Donde crece el mal, allí crece también la esperanza del bien.
En
nuestros tiempos el mal se ha desarrollado enormemente, sirviéndose de la obra
de sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la
prepotencia. No hablo aquí del mal realizado por personas concretas con miras
personales o mediante iniciativas individuales. El mal del siglo XX no ha sido
un mal en edición reducida, por así decir “artesanal”. Ha sido un mal de proporciones
gigantescas, un mal que se ha servido de las estructuras estatales para cumplir
su obra nefasta, un mal erigido en sistema.
Al
mismo tiempo, sin embargo, la gracia divina se ha manifestado con riqueza
sobreabundante.
No
hay mal del que Dios no pueda obtener un bien mayor. No hay sufrimiento que El
no sepa transformar en camino que conduce a El. Ofreciéndose libremente a la pasión
y a la muerte de cruz, el Hijo de Dios ha tomado sobre si todo el mal del
pecado. El sufrimiento de Dios crucificado no es solo una forma más de
sufrimiento, un dolor más o menos grande, sino que es un sufrimiento de grado y
medida incomparables. Cristo, sufriendo
por todos nosotros, ha dado un nuevo sentido al sufrimiento, lo ha introducido en una nueva dimensión, en un
nuevo orden: el del amor. Es verdad, el sufrimiento entra en la historia del
hombre con el pecado original.
El pecado es el “aguijón” (Cor 15, 55-56) que nos provoca dolor, que hiere mortalmente
al ser humano. Pero la pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido
radicalmente nuevo al sufrimiento, lo ha transformado desde dentro. Ha
introducido ne la historia humana, que es historia de pecado, un sufrimiento sin culpa, afrontado únicamente
por amor. Es este sufrimiento que abre la puerta a la esperanza de la liberación,
de la eliminación definitiva de ese ”aguijón” que atormenta a la humanidad. Es
el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y que del pecado
obtiene una multitud de bien.
Todo
sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad encierra en sí una promesa de salvación,
una promesa de alegría: «Me alegro de los sufrimientos que padezco por vosotros»
- escribe San Pablo (Col 1,24). Esto puede servir para cualquier sufrimiento
provocado por el mal; sirve también para el enorme mal social y político que
hoy divide y agita al mundo: el mal de las guerras, de la opresión de los
individuos y de los pueblos, el mal de la injusticia social, de la dignidad
humana pisoteada, de la discriminación racial y religiosa; el mal de la
violencia, del terrorismo, de la carrera de armamentos – todo este mal existe
en el mundo también para despertar en nosotros el amor, que es don de sí en el servicio generoso y desinteresado hacia
quien ha sido visitado por el sufrimiento. En el amor que tiene su origen en el
corazón de Cristo está la esperanza para el futuro del mundo. Cristo es el
Redentor del mundo por sus llamas hemos sido curados (Is,53,5)
(de
Memoria e Identidad – Juan Pablo II - tomado de Totus Tuus Nr 1, marzo 2006))
No hay comentarios:
Publicar un comentario