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Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le habla de la realeza de su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).
(…)
Los días siguientes a la
entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de entender las
palabras del Ángel en la Anunciación. “Le dará
el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en la casa de Jacob por
los siglos, y su reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué
consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad mesiánica, y
cómo hay que comprenderla.
El momento decisivo de esta clarificación se da en
el diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de Juan. Puesto que
Jesús ha sido acusado ante el gobernador romano de
“considerarse rey” de los judíos, Pilato le hace una pregunta sobre esta
acusación que interesa especialmente a la autoridad romana porque, si Jesús realmente
pretendiera ser “rey de los judíos” y fuese reconocido como tal por sus
seguidores, podría constituir una amenaza para el imperio.
Pilato, pues, pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey
de los judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros
de mí?”; y después explica: “Mi reino no es de este mundo; si de
este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese
entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí”. Ante la insistencia de
Pilato: “Luego, ¿tú eres rey?”, Jesús declara: “Tú dices que soy rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio
de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz” (cf. Jn 18,
33-37). Estas palabras inequívocas de Jesús contienen la afirmación clara de
que el carácter o munus real, unido a la misión del
Cristo-Mesías enviado por Dios, no se puede entender en sentido
político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en
relación al “pueblo elegido”, Israel.
La continuación del proceso de Jesús confirma la
existencia del conflicto entre la concepción que Cristo tiene de Sí
mismo como “Mesías-Rey” y la terrestre o política, común entre el pueblo.
Jesús es condenado a muerte bajo la acusación de que “se ha considerado rey”.
La inscripción colocada en la cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”,
probará que para la autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos
que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del “reino de David”, en
sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado de espinas, tal como se lo
presentó Pilato con las palabras: “¡Ahí tenéis a vuestro rey!”, habían gritado:
“¡Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey que
al Cesar” (Jn 19, 15).
En este marco podemos comprender mejor el
significado de la inscripción puesta en la cruz de Cristo, refiriéndonos por lo
demás a la definición que Jesús había dado a Sí mismo durante el interrogatorio
ante el procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo-Mesías es “el Rey”;
sólo en ese sentido Él actualiza la tradición del “Rey mesiánico”,
presente en el Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de la
Antigua Alianza.
Finalmente, en el Calvario un último episodio
ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores
crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando
dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23,
42). En este diálogo encontramos casi una confirmación última de las palabras
que el Ángel había dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su
reino no tendrá fin” (Lc 1, 33).
(Juan Pablo II de la Audiencia General del 11 de febrero de 1987)
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