En primer lugar el nombramiento de Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe demostraba que le Papa se tomaba my en serio la teología, así como a los teólogos. Las contribuciones de Ratzinger a la teología y su conocimiento enciclopédico de la tradición teológica occidental, le habían granjeado fama de excelente teólogo en todos los sectores, tanto favorables a él cómo críticos. Designando prefecto de la CDF a un hombre de su talla intelectual, y no a un veterano de la curia, el Papa mostraba su empeño por patrocinar una verdadera renovación de la teología siguiendo las ideas del Concilio. El nombramiento de Ratzinger también era señal que el Papa quería que la CDF mantuviera una relación de índole absolutamente contemporánea con la comunidad teológica internacional. Juan Pablo II no designo prefecto a un medievalista, ni a un experto en patrística. Nombro a un teólogo que había mantenido una vinculación tan profunda como critica con la filosofía contemporánea y la teología ecuménica.
El cardenal Ratzinger fue el primer ocupante del cargo en muchos siglos que no tomo a Tomas de Aquino por maestro filosófico y teológico. El Papa respetaba el tomismo y a los tomistas, pero ropio con la tradición nombrando prefecto de la CDF a un no tomista, clara señal de que creía en la existencia de una pluralidad legítima de métodos teológicos, y en que esa pluralidad debía tenerse en cuenta en la formulación de las enseñanzas autorizadas. La asociación de ambos personas era interesante. El Papa era filósofo, el prefecto, teólogo. Juan Pablo II era polaco, y Ratzinger alemán. Karol Wojtyla se había contado entre los arquitectos intelectuales de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno. Una década después del Concilio, Ratzinger no había escatimado críticas punzantes a los interpretaciones que recibía el documento. A lo largo de su pontificado, Juan Pablo II haría frecuentes comentarios sobre el siglo XXI como posible «primavera» del Evangelio, después del invierno del siglo XX. Durante el mismo periodo, el cardenal Ratzinger profundizaría en una visión alternativa: una Iglesia del futuro menor y más pura, una Iglesia que, sin volver a las catacumbas, hubiera perdido su antiguo estatus de fuerza dominante en la cultura occidental. El cardenal Ratzinger parecía creer que Occidente y su proyecto humanístico habían iniciado un declive cultural irreversible. El Papa consideraba factible una revitalización del humanismo […] EN Wojtyla, carismático y pastoral, Ratzinger reconocía una «pasión por el hombre» y la capacidad de desvelar «la dimensión espiritual de la historia», dos rasgos que convertían a la proclamación del Evangelio por la Iglesia en poderosa alternativa a los falsos humanismos de su tiempo.
En el doctor Ratzinger,
mas tímido, Wojtyla reconocía a un intelectual contemporáneo que lo superaba en
el dominio de la teología. Juntos formaban
un tándem intelectual formidable. Celebraban
en un encuentro semanal cada viernes por la tarde, en el que Ratzinger, a solas
con el Papa, repasaba la labor de la congregación que presidia. Los martes,
antes y durante el almuerzo, solían reunirse para llevar a cabo análisis intelectuales
más profundos, casi siempre en compañía de otras personas. Esos debates de
sobremesa podían estar relacionados con una encíclica o una carta apostólica
nuevas, con una cuestión más amplia (la bioética, la situación ecuménica o las
diversas teologías de la liberación) o con los temas de los discursos
correspondientes a las audiencias generales de las semanas posteriores. En esas
conversaciones, tan características de su pontificado, Juan Pablo II, de quien
dice Ratzinger decía que «se alegra de tener un trabajo sostenido» dentro de
una agenda de trabajo inevitablemente fragmetada, fue depurando las posteriores
catequesis de la teología del cuerpo. Y su catequesis de seis años sobre el
Credo.
George Weigel, Testigo de esperanza, Plaza & Janes,
1999
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