El 22 de julio de 2000 el Santo Padre Juan Pablo II, ya casi al término de su estancia en la
diócesis de Aosta, donde había pasado su descanso veraniego, celebró una Misa destinada
a toda la diócesis: sacerdotes,
religiosos y fieles y en su homilía recordaba la celebración de la fiesta de
Santa Maria Magdalena ese mismo día.
“La liturgia de hoy – decía en su homilía Juan Pablo II - se caracteriza por
una especie de movimiento, de "carrera" del corazón y del espíritu,
impulsados por el amor de Cristo. Las palabras de san Pablo: "caritas
Christi urget nos" (2 Co 5, 14), que escucharemos dentro de poco en
la primera lectura, pueden y deben inspirar la vida de cada sacerdote, como
marcaron la de María de Magdala.
La Magdalena siguió hasta el Calvario a Cristo, que la había curado. Estuvo
presente en la crucifixión, en la muerte y en la sepultura de Jesús. Junto con
la Madre santísima y el discípulo amado recogió su último suspiro y el tácito
testimonio de su costado traspasado: comprendió que su salvación estaba en
aquella muerte, en aquel sacrificio. Y el Resucitado, como nos narra el
evangelio de hoy, quiso mostrar su cuerpo glorioso ante todo a ella, que había
llorado intensamente por su muerte. A ella quiso confiarle "el primer
anuncio de la alegría pascual" (Colecta), para recordarnos que
precisamente a quien contempla con fe y amor el misterio de la pasión y muerte
del Señor, se le revela la luminosa gloria de su resurrección.
Así María Magdalena nos enseña que nuestra vocación de apóstoles se
arraiga en nuestra experiencia personal de Cristo. Nuestro encuentro con él
suscita un nuevo estilo de vida, ya no centrado en nosotros mismos, sino en él,
que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Co 5, 15), renunciando al
hombre viejo para conformarnos cada vez más plenamente a Cristo, el Hombre
nuevo.
Esta enseñanza de vida se aplica, con especial elocuencia, a nosotros,
pastores de la Iglesia, llamados a guiar al pueblo de Dios con la palabra, pero
sobre todo con el testimonio de nuestra vida. Por tanto, estamos llamados a una
intimidad mayor con Cristo, que nos ha elegido como sus amigos: "Vos autem
dixi amicos" (Jn 15, 15).
Amadísimos hermanos en el sacerdocio, os deseo a cada uno que mantengáis
siempre viva vuestra comunión con Cristo. Que su amor os impulse en vuestro
apostolado, no sólo en las grandes ocasiones, sino sobre todo en las
ordinarias, en las situaciones diarias. La unión íntima con Dios, alimentada en
la santa misa, en la liturgia de las Horas y en la oración personal lleva al
sacerdote a desempeñar con fe y caridad su ministerio pastoral. Precisamente en
esta intimidad con Jesús reside el secreto de su misión.”
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