“Jesucristo
ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la
nueva Alianza[26].
Esto lo ha hecho en su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento
central de su pasión, muerte y resurrección.
Como
escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús siendo hombre como nosotros y
a la vez el Hijo unigénito de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre
el Padre y la humanidad (cf. Heb 8-9);
Aquel que nos abre el acceso inmediato a Dios, gracias al don del Espíritu:
«Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre!» (Gál 4,
6; cf. Rom8,15).
Jesús
lleva a su plena realización el ser mediador al ofrecerse a sí mismo en la
cruz, con la cual nos abre, una vez por todas, el acceso al santuario
celestial, a la casa del Padre (cf. Heb 9,
24-26). Comparados con Jesús, Moisés y todos los mediadores del Antiguo
Testamento entre Dios y su pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas—
son sólo como «figuras» y «sombra de los bienes futuros, no la realidad de las
cosas» (cf. Heb 10,
1).
Jesús
es el buen Pastor anunciado (cf. Ez 34); Aquel que conoce a sus ovejas
una a una, que ofrece su vida por ellas y que quiere congregar a todos en «un
solo rebaño y un solo pastor» (cf. Jn 10, 11-16). Es el Pastor que ha
venido «no para ser servido, sino para servir» (cf. Mt 20,
24-28), el que, en la escena pascual del lavatorio de los pies (cf. Jn 13,
1-20), deja a los suyos el modelo de servicio que deberán ejercer los unos con
los otros, a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado
para nuestra redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5,
6.12).
Con
el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús comunica a todos sus
discípulos la dignidad y la misión de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza.
Se cumple así la promesa que Dios hizo a Israel: «Seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa» (Ex 19, 6). Y todo el pueblo de la
nueva Alianza —escribe San Pedro— queda constituido como «un edificio
espiritual», «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2,
5). Los bautizados son las «piedras vivas» que construyen el edificio
espiritual uniéndose a Cristo «piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1
Pe 2,
4.5). El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no sólo tiene en Cristo su
propia imagen auténtica, sino que también recibe de Él una participación real y
ontológica en su eterno y único sacerdocio, al que debe conformarse toda su
vida.”
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