Con ocasión de la visita del Papa Francisco a Sarajevo, AntonioPelayo de Vida Nueva quiso recordar en un impresionante racconto aquella peligrosa visita de Juan Pablo II a Sarajevo en
1997.
“Creo que los que tuvimos la suerte de acompañar a Juan Pablo II en su viaje a Sarajevo (12-13 de abril
de 1997) no lo olvidaremos nunca. Yo al menos conservo de ese
viaje recuerdos imborrables.
En aquel 1997, llegábamos a una ciudad que había
sufrido un feroz asedio durante años, que sangraba todavía por las heridas
abiertas por la guerra y que, sobre todo, no había superado el
terror de lo vivido.
Eran las 17:30 h. cuando el avión papal aterrizó en el
aeropuerto de la capital de Bosnia-Herzegovina. El aeropuerto estaba bajo el
control de la SFOR (fuerzas de estabilización de la OTAN) y fueron soldados
franceses los que nos acogieron y nos sometieron a un discreto pero enérgico
chequeo.
Después de la ceremonia oficial de bienvenida en el aeropuerto,
estaba previsto un encuentro con el clero, los religiosos, religiosas y
seminaristas en la catedral de Sarajevo. Una distancia de diez kilómetros.
Horas antes de que aterrizara el aéreo de Alitalia con Juan Pablo II y su
séquito a bordo, las fuerzas de seguridad descubrieron, bajo un puente muy cercano a la carretera que iba
recorrer la caravana papal,
un ingente arsenal de minas anticarro con sus respectivos detonadores,
explosivos y mandos a distancia. La explosión habría tenido
efectos devastadores en un radio de decenas de
metros.
Las autoridades transmitieron al entonces responsable de la
seguridad del Papa, el comandante Camillo Cibin, la información, y le
propusieron trasladar a Wojtyla y a todos sus acompañantes hasta el centro de
la ciudad en helicópteros para evitar la posibilidad de un atentado. Pero la
respuesta fue tajante: seguiríamos el camino
trazado, donde se
habían concentrado numerosas personas para saludar al Papa.
EL
HORROR DE LA GUERRA
Lo que vimos durante ese trayecto
quedó para siempre grabado en mi retina: edificios reventados, deshechos hasta
los cimientos, restos de coches y autobuses carbonizados, árboles calcinados
y, en ese escenario dantesco, gentes que nos sonreían y saludaban el paso
del cortejo.
Cuando llegamos al hotel, uno de los pocos reconstruidos a toda
marcha y donde se alojaban los funcionarios de la ONU, se nos entregó un folio
con instrucciones muy concretas: no asomarse nunca a las ventanas, al encender
las luces de la habitación bajar las persianas y cerrar las cortinas, no salir
nunca de noche e informar siempre a la recepción de nuestras salidas… Los
francotiradores seguían haciendo de las suyas.
Pese a todo, una multitud bastante numerosa se había
reunido en torno
a la catedral del Sagrado Corazón para dar la bienvenida al papa polaco. Una
vez dentro del templo –donde se habían congregado medio millar de personas–, el
anciano Wojtyla abrazó a todos cuantos pudieron acercarse a él. “Querría abrazar a todos
los habitantes de esta región tan probada –había dicho en el aeropuerto–,
especialmente a los que han perdido prematuramente una persona querida, a cuantos llevan en su carne los estigmas provocados
por la guerra y a los que han tenido que abandonar sus
propias casas en estos largos años de violencia.
En el curso de la ceremonia, el Papa entregó al cardenal Vinko Puljic la lámpara votiva que había
encendido en la Basílica de San Pedro el 23 de enero de 1994 para implorar
la protección sobre Sarajevo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, ante cuyo
icono había permanecido todos esos años.
Cuando Juan Pablo II abandonó la catedral para dirigirse al
Seminario y después a la residencia del arzobispo, donde iba a pernoctar, ya
había caído la noche y el silencio se había apoderado de la ciudad. Silencio impresionante solo interrumpido por el continuo
fragor de los helicópteros de la OTAN, que no cesaron de sobrevolar la ciudad,
impidiendo el sueño de quienes no estábamos acostumbrados a tan sonora
compañía.”
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