El sello del Espíritu Santo… significa y realiza la pertenencia total del discípulo a Jesucristo, el estar para siempre a su servicio en la Iglesia; asimismo, implica la promesa de la protección divina en las pruebas que deberá sufrir para dar testimonio de su fe en el mundo.
Lo predijo Jesús mismo,
en la inminencia de su pasión: «Os entregarán a los tribunales, seréis azotados
en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para
que deis testimonio ante ellos. (...) Y cuando os lleven para entregaros, no os
preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel
momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo» (Mc 13,
9-11 y par.).
Una promesa análoga se
repite en el Apocalipsis, en una visión que abarca toda la historia de la
Iglesia e ilumina la situación dramática que los discípulos de Cristo deben
afrontar, unidos a su Señor crucificado y resucitado. Son presentados con la
imagen sugestiva de los que llevan impreso en la frente el sello de Dios
(cf. Ap 7, 2-4).
La confirmación, al
llevar a plenitud la gracia bautismal, nos une más fuertemente a Jesucristo y a
su Cuerpo, que es la Iglesia. Ese sacramento también aumenta en nosotros los
dones del Espíritu Santo con el fin de concedernos «una fuerza especial del
Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras
como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de
Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
1303; cf. concilio de Florencia, DS 1319; Lumen gentium, 11-12).
San Ambrosio exhorta al
confirmado con estas vibrantes palabras: «Recuerda que has recibido el sello
espiritual, “el Espíritu de sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y
fortaleza, el Espíritu de ciencia y piedad, el Espíritu de temor de Dios” y
conserva lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado, te ha confirmado Cristo
Señor y ha puesto en tu corazón como prenda el Espíritu» (De mysteriis,
7, 42: PL 16, 402-403).
El don del Espíritu
compromete a dar testimonio de Jesucristo y de Dios Padre, y asegura la
capacidad y la valentía para hacerlo. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen
claramente que el Espíritu es derramado sobre los apóstoles para que se
conviertan en «testigos» (Hch 1, 8; cf. Jn 15,
26-27).
(…)
Este don específico
conferido por el sacramento de la confirmación capacita a los fieles para
desempeñar su «función profética» de testimonio de la fe. «El confirmado
—explica santo Tomás— recibe el poder de profesar públicamente la fe cristiana,
como en virtud de un cargo oficial (quasi ex officio)» (Summa Theol.,
III, q. 72, a. 5, ad 2; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1305). Y el Vaticano II, ilustrando en la Lumen gentium la índole sagrada y
orgánica de la comunidad sacerdotal, subraya que «el sacramento de la
confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una
fuerza especial del Espíritu Santo. De esta manera se comprometen mucho más,
como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus
palabras y sus obras» (n. 11).
El bautizado que, con
plena y madura conciencia, recibe el sacramento de la confirmación, declara
solemnemente ante la Iglesia, sostenido por la gracia de Dios, su
disponibilidad a dejarse penetrar, de modo siempre nuevo y cada vez más
profundo, por el Espíritu de Dios, a fin de llegar a ser testigo de Cristo
Señor.
(de la Audiencia General de Juan Pablo II del 23 de diciembre de 1981)
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