No
dudo en proclamar ante vosotros y ante todo el mundo que cada vida humana
—desde el momento de su concepción y durante todas sus fases siguientes— es sagrada,
porque la vida humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Nada supera
la grandeza o la dignidad de la persona humana. La vida humana no es sólo
una idea o una abstracción. La vida humana es la realidad concreta de un ser
que vive, actúa, crece y se desarrolla; la vida humana es la realidad concreta
de un ser capaz de amor y de servicio a la humanidad.
Permitidme
repetir lo que dije durante mi peregrinación a mi patria: "Si se rompe el
derecho del hombre a la vida en el momento en que comienza a ser concebido
dentro del seno materno, se ataca indirectamente todo el orden moral que sirve
para asegurar los bienes inviolables del hombre... La Iglesia defiende el
derecho a la vida no sólo en consideración a la majestad del Creador, que es el primer
Dador de la vida, sino también por respeto al bien esencial
del hombre..." (8 de junio de 1979).
La
vida humana es preciosa porque es un don de Dios, cuyo amor es infinito; y
cuando Dios da la vida, la da para siempre. La vida, además, es preciosa porque
es la expresión y el fruto del amor. Esta es la razón por la que la vida debe
tener origen en el contexto del matrimonio y por la que el matrimonio y el amor
recíproco de los padres deben estar caracterizados por la generosidad en
entregarse. El gran peligro para la vida de familia, en una sociedad cuyos
ídolos son el placer, las comodidades y la independencia, está en el hecho de
que los hombres cierran el corazón y se vuelven egoístas. El miedo a un
compromiso permanente puede cambiar el amor mutuo entre marido y mujer en dos
amores de sí mismos, dos amores que existen el uno al lado del otro, hasta que
terminan en la separación.
En el
sacramento del matrimonio el hombre y la mujer —que por el bautismo se
convierten en miembros de Cristo y tienen el deber de manifestar en su vida las
actitudes de Cristo— reciben la certeza de la ayuda que necesitan para que su
amor crezca en una unión fiel e indisoluble y puedan responder generosamente al
don de la paternidad. Como ha declarado el Concilio Vaticano II: "Por
medio de este sacramento, Cristo mismo se hace presente en la vida de los
cónyuges y los acompaña, para que puedan amarse mutuamente y amar a sus hijos,
como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella" (cf. Gaudium et spes, 48; Ef 5,
25).
(de la Homilia de Juan Pablo II en la Misa en el "Capitol Mall" Washington, 7 de octubre de 1979)
VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
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