Su modo de relacionarse
con el mundo contemporáneo no le hizo perder nada de su propia autoridad, ni
renunciar a la misión de pastor universal, ejerciendo así su pontificado de
manera coherente, con tal claridad, linealidad, fidelidad al Evangelio, que se
ha convertido en uno de los pontificados más grandes de nuestro tiempo.
La originalidad del
magisterio de Juan Pablo II puede ser vista en el haber hecho emerger, con
inusual participación, las características de una espiritualidad del “tiempo”
que, iluminado por el misterio de la Encarnación, es “lugar teológico” en el
que confluyen con prodigiosa intensidad tanto su pasión por Cristo, como su
pasión por el hombre, tanto la historia divina como la humana.
Esto explica como la
fidelidad a Jesucristo, en el presente de cada dia, se haya expresado en Juan
Pablo II por medio de un inevitable empeño contra toda fuerza que impida al
hombre el desarrollo armonioso de todas sus potencialidades. Todo esto había
adquirido las connotaciones de un movimiento cada vez más intenso de elevación
espiritual que encontró sea en el joven sacerdote de Cracovia que después en el
Papa alpinista, una representación simbólica en las ascensiones a las montañas.
En efecto, tal como escalaba las cimas, siempre afrontadas con intensa fuerza
de ánimo, de la misma manera y con similar determinación sabia afrontar también
los problemas del mundo y medir su límite físico personal, incluida su última
enfermedad y muerte.
Entre los varios
atributos que le fueron adjudicados, como el “Santo guerrero”, el “Papa no
global”, “el atleta de Dios”, el “Maestro universal”, “el Catequista del
mundo”, “El grande”, ”El alumno de la resurrección”, por no citar aquellas más
comunes, a mi me gusta definirlo como “Hombre de las altas cumbres”, o como “Teólogo
de la montaña”, tan intensa permanece en la memoria de la gente su figura en los
hielos de nuestros Alpes.
Dio la vuelta al mundo su
mirar al infinito desde le Monte Blanco, el macizo más alto de Europa, al igual
que su caminar por las montañas con paso seguro y pausado, su fijar su mirada
en las altas cimas, sobre los hielos fulgurantes y detenerse, mas para
interiorizar las emociones que para conceder un breve respiro al cansancio.
A la vocación de “elevarse
hacia lo alto”, Juan Pablo II siempre respondió con energía y coraje, tan
abierto estaba al estupor de aquella belleza divina que se manifiesta tanto en
lo Creado como en el corazón de cada hombre. Inmerso totalmente en Dios, sus
ascensiones eran las de un verdadero místico y creo que, en el cansancio físico,
podría pensar ante todo en el esfuerzo que se requiere para distanciarse de las
frivolidades engañosas de este mundo.
La suya fue, en
consecuencia, una respuesta a la necesidad de sentido que surge siempre en el corazón
del hombre contemporáneo. En las estadas alpinas, adquirían particular fuerza
las invitaciones a superar cualquier tentación al abandono, al achatamiento
nivelador del así llamado “pensamiento débil”, incapaz de dar respuestas y
significado al vivir y al morir.
Toda la vida de Juan Pablo
II ha sido, por lo tanto, un desafío contra cierta forma de pensar o actuar
moderno que propone, con frecuencia, horizontes mezquinos, cuando, presos del materialismo,
no se sabe o no se quiere fijar la mirada mas allá de los confines de la
tierra. En tal sentido, el, que solía decir que “en las montañas el ojo no se
sacia de admirar, ni el corazón de ascender mas allá”, llamo a abrir las
puertas a Cristo, a los jóvenes a descubrir las ascensiones del espíritu, a los
esposos a abrirse al gozo de la vida y de la familia, a los ancianos a pasar de
la vida a la vida, a los enfermos y a los que sufren a subir a la cima del
Calvario, sabiendo y recordando que habrán de confrontarse con la cruz.
(De Totus Tuus 1/2011- Alberto
Maria Careggio: Juan Pablo II, el teólogo de la montaña)
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